Bueno, ahora sí va un relato algo más erótico, espero que os guste

Regina no se llama Regina

Regina no se llama Regina. En realidad tampoco es exactamente una profesional del sexo en el sentido acostumbrado. Más bien es una semiprofesional, una mujer que se saca unos ingresos extra frecuentando un club de intercambio, o liberal, y pasando buenos momentos con sus clientes. Digo yo que algo cobrará, aunque por las cantidades manejadas tampoco puede ser tanto como para considerar que hace esto sólo por dinero. Pero es igual. La pasada semana tuve mi encuentro número ¿cinco? ¿seis? no lo recuerdo, con ella desde que la conozco. Y fue distinto. Y fue especial. Y tengo que compartirlo

Acudí al local sin mucha convicción, mas por el deber amistoso de felicitar al dueño en su cumpleaños, y llevarle un regalo, un regalo que os recomiendo. “La esclava instruida” de José María Alvarez, colección La Sonrisa Vertical, recientemente reeditado por Editorial Tusquets. Para mí, una las mejores novelas eróticas que he leído nunca. Directa sin grosería, culta sin pedantería, reflexiva sin amargura, alegre sin empalago. Una delicia de lectura.

Pero no estamos aquí para hablar de literatura, aunque sea erótica. Apenas entré, tras un agradable paseo rodeando la Cuesta de la Vega por los jardines del Viaducto, y reviviendo andanzas alatristianas y otras parejas, ya estaba ella allí, en animada charla con dos parroquianos desconocidos par mí. Pardiez, y serán capaces de adelantárseme, pensé, mientras les obsequiaba con la más hipócrita de mis sonrisas, saludaba a mi ninfa y entregaba al mesonero su preciado presente.

No conviene en estos sitios ir directamente al grano, y así seguí los rituales establecidos. Charla cordial, pero de poca sustancia, algunas risas, felicitaciones al cumpleañero y galanterías a su socia, mientras mis ojos se escapaban al minivestido escotado color turquesa, .. o mejor dicho a las formas sugeridas bajo él. En honor a la verdad, y sin estorbar nunca la charla que mantenía con los afortunados parroquianos, que en estas lides, la discreción y la mesura siempre tienen su premio, también alguna caricia o un beso furtivo, correspondidas con sonrisas y miradas angelicales, se me escapaban de tanto en cuanto.

Finalmente opté por sentarme en los sillones enanos que flanquean la sala, y aguardar calmosamente, que la paciencia también ha de lograr su recompensa, y efectivamente, cuando la charla languidecía y mis presuntos rivales empezaban a expresar sus prisas en encaminarse a sus asuntos, Regina tuvo a bien, acercarse a mí. Breve charla, alguna broma, no siempre bien comprendida debido a su “portuñol” hispano-brasileiro, y en el momento en que por el hilo musical suena una balada romántica, la invitó gentilmente a un breve paseo por la pista de baile, preludio acostumbrado de tales menesteres como allí se llevan a cabo.

Allí nos dirigimos, y, fuera máscaras, comenzó la fiesta. Allí los abrazos se hicieron intensos, los besos se sucedieron, as caricias se multiplicaron. Manos y labios buscaron sus objetivos por debajo de la ropa. El baile dulce y romántico derivó hacia una autentica “dirty dancing” y a los pocos minutos rigideces y humedades ya hacían patente que ni las posturas ni los aditamentos eran los más adecuados para la ceremonia que allí debía celebrarse.

Atravesamos otro umbral y y la gran superficie horizontal parecía llamarnos. Ropas fuera, su hermoso cuerpo apareció de nuevo ante mí. Sí, no es el cuerpo de una niña, ni de una sílfide. Es un hermoso cuerpo de una mujer madura, pero bien conservado. Sus pechos no muy grandes pero suaves y turgentes me llamaban como cervatillos asustados, como bien decía el sabio rey hebreo. Mis manos recorrieron toda su ondulada y acogedora orografía. Mi boca se detuvo allá donde mana el deleite y se origina el placer, y por primera vez en nuestros encuentros rodamos sobre la cama prescindiendo de previas abluciones, tampoco muy necesarias al estar ya los dos debidamente limpios, y, sobre todo, vírgenes en esa tarde.

Saboreaba sus besos que ya conocía, y los recibí con una dulzura mayor que otrora, recorría sus conocidas curva y me parecieron más suaves que nunca. Apretaba sus protuberancias y las sentía más mías que antes lo fueron. La tenía frente a mí, y me disponía a fundirme conos carne. Hicimos varios amagos, su llaga perfecta jugueteaba con mi ariete como si quisiera absorberlo sin llegar nunca a besarlo por completo. Oleadas de placer me recorrían por ello, y creo que si un destello de razón no hubiera parpadeara por un momento, hasta habríamos hecho la locura de dejar que la Naturaleza siguiera su curso. No fue así, y dirigí mis manos a la inevitable protección, me la arrebató de las manos y sus sabios dedos y su culta boca convirtieron en nueva ocasión de place lo que no suele ser más que una simple maniobra higiénica.

Al fin era mía, penetré en su interior buscando una unión perfecta. Sentía su doble abrazo de brazos y piernas., mi lengua también buscaba la fusión con su boca. Supe que no bastaba bombear como una máquina, y quise aumentar su placer, al menos corresponder en una modesta parte al que ella me proporcionaba. Me moví haciendo círculos, desplazamientos laterales, embestidas enérgicas, y suaves frotamientos, alterné firmeza y dulzura, energía y suavidad. Y de pronto ella anhelante, me pidió alternar nuestras posiciones.

Accedí, ¿cómo no hacerlo? Y allí, frente a mí, estaba ella, mirándome a los ojos, apenas había algún momento que no lo hiciera, salvo cuando el goce la impelía a cerrarlos y suspirar. Su torso se alzaba ante mí, como una escultura de carne, pecado y deleite. Ahora sí me absorbió, me rodeó con sus sedosas, tibias y húmedas paredes, y empezó a moverse. Sí, se movía, subía, bajaba, giraba en una perpetua y serpentina torsión. Mis manos se lanzaron a sus pechos, sus nalgas su cintura. Cuando bajaba la cabeza, la garraba de la nuca y la besaba hasta el fondo de su alma. Nos debatíamos, agitábamos, estrechábamos, sentíamos el sabor de nuestras bocas, de nuestros sudores, el aroma de los efluvios placenteros, el tiempo se detenía, las paredes se borraron cuando se oyó su grito triunfal. “Sí, sí, vou correrme” decía. La abracé, la estreché en mis brazos, sentí su profundo orgasmo rodeándome, como si quisiera comunicarme todo su placer, como si me transmitiera su entrega infinita.

Con sumo cuidado, como si manejara una delicada porcelana y sin salirme, de momento de sus tibias entrañas, la ayudé a tumbarse, admirando el fulgor de sus ojos y la agitación de su pecho. Musitaba, mezclando idiomas, suspiros y jadeos: “fazia moito que nao me corria, moito”. Cuando se aquietó, de nuevo me tomó el rostro entre la manos y mirándome fijamente, preguntaba “¿Cómo queres que fique para que goçes?. ¿Em cuatro?”. No me importaba mucho, no había culminado aún mi singladura, era feliz sintiendo su gozo, pero sea, en cuatro, como quieras.

Jugaba con ventaja, ya en otras ocasiones, en todas creo yo, había disfrutado de su deliciosa grupa y sabía lo que me esperaba. Se me ofreció, justo en una esquina, con espejos al frente y al lado, hasta la altura justa que me permitía ver su cara, su cuerpo al mío acoplándose, extraño centauro de placer y comunión que componíamos, sin alcanzar a reflejar mi rostro lo que podría haber desvanecido el encanto del momento.

De nuevo entré en su interior, sentí su más íntimo abrazo, y empujé, empujé, empujé. De nuevo sus gemidos me hacían ver, me hacían sentir con más intensidad si cabe la fuerza de nuestra unión. Veía por el espejo lateral el bamboleo de sus deliciosos pechos, como campanas que tocan a Gloria, mis manos se apoyaban en su exquisita espalda, agarraban sus bien formados glúteos, se atrevían a sujetar momentáneamente sus cabellos. Y me abandoné, me fui, ya ni siquiera la sentía a ella, sólo sentía placer, un placer abrasador, arrollador, único, como muy pocas veces he vivido anteriormente, que me hacía deflagrar poco a poco, hasta que al fin mi fuerza, mi esencia, mi virilidad y mi alma explotaron, se derramaron, se vertieron como una fuente generosa, como un nuevo cuerno de la abundancia que entrega todo mi ser, mi fuerza y mi voluntad, rendidos a su entrega voluptuosa.

Después vino la calma, el sosiego y el relax. Los ligeros soplidos en sus cabellos, las tenues caricias en mi pecho, el arrullo y el calor de las pieles. Nos separamos, nos duchamos (ahora sí, era indispensable) y volvimos hacia la barra. Poco después, un asiduo, buen amigo, la invitó a bailar, y ella se fue, no sin antes enviarme una penúltima mirad inflamada, promesa de futuros transportes paradisíacos, que, no lo dudéis, volverán a repetirse, aunque la magia de aquel momento no se si será posible revivirla..