Habíamos quedado para saciar la sed. Esa sed que, a veces, nada tiene que ver con el calor, pero si tiene que ver con el entorno. Esa necesidad de vomitar lo que piensas, de deshacerte de los residuos.

Estaba en la barra de espaldas a la entrada del local. A esas horas más lleno de lo que pensaba, con más personas de edad de las que creía y con más gente expectante de lo razonable y políticamente correcto. En eso, pasan dos chicas, maquilladas para alguna ocasión, ¿cual?, a saber, pero la ocasión parece que lo merecía, a tenor de su atuendo y peluquería. Bebo un sorbo del gintonic, espero, miro el reloj, son las ocho menos algo, algo indeterminado porque mi reloj adelanta un poco. Las chicas guerreras que habían cruzado la barra en dirección a la toilette –este bar tiene toilette y no lavabo- siguen sin volver. Volverán, deben pasar por aquí otra vez. Vuelven. Mayores de lo que me había parecido cuando pasaron, las había visto de espaldas, bueno, va, de culo. Vuelven con el disfraz de pecadoras. Con esa seguridad al andar de aquellas que no hacen más que disfrutar con ser observadas. Tenían plan. Al menos eso pienso para consolarme de su indiferencia.

Llega la persona con quien quedé. Vuelvo al mundo real.

Ya es primavera en el Corte Inglés.