Ahora que tengo algo de tiempo cuento otra historia y, dada la lejanía en el tiempo, admito correcciones, matizaciones e interpretaciones al relato.

Hace muchos años, apuraba mi primera maquinilla de afeitar, tuve la ocasión de disfrutar de la más extraordinaria aventura, excluído el cotidiano trato humano, que hasta la fecha la vida me ha deparado. No entrado en la veintena me embarqué en una travesía a vela que, a la postre, duraría más de diez meses. La derrota del velero me llevaría a surcar los mares del sur, ver el último rayo verde del sol (en el emisferio sur, un instante antes de ponerse el astro rey por el horizonte, cual postrero suspiro, el último de sus rayos es verde y nos emplaza, con esperanza, hasta el nuevo amanecer), la Cruz del Sur o el nocturno ataque de los delfines a las inmensas molas de sardinas. En la inmensidad del Océano Atlántico, cuando la soledad y el silencio se tornan añoranza, cualquier pequeño vestigio de vida redobla los esfuerzos por, finalmente, avistar tierra firme. De todos es sabido ya mi admiración por los grandes navegantes y conquistadores (lo dejé señalado en otro hilo sobre "A quién admiramos"), así que no me extenderé en detalles.

Lo cierto es que, cruzado el Cabo de Hornos, pusimos proa primero a Valparaíso (Chile) y, posteriormente a Callao (Perú) en donde, si mal no recuerdo, Pedro de Valdivia, Pizarro y Aguirre dejaron tan buen sabor de boca en los nativos que, aún hoy, nos siguen mirando con recelo. En aquélla época la ensenada del puerto de Callao daba cobijo a la inmensa flota adobera de la que acabaría siendo extinta URSS y la arribada, al alba...con suave viento de levante (esto último es en honor del ministro poeta) y mucha calima, se antojaba emocionante. A escasos tres metros del muelle podíamos oir (ver resultaba imposible) cómo una banda de música hacía los honores música al ritmo del "Condor Pasa".

El Puerto de Callao y Ciudad de Lima se encuentraban unidos por una carretera a medio asfaltar, de unos cinco a diez kilómetros, quizás más, y con vías en dos direcciones. Separaba ambas vías una mediana de arena en la que, cada cien metros, se había escavado un agujero, de las dimenciones de un cuerpo tendido, que servía para revisar los bajos de los vehículos. En plena campaña electoral, un advenedizo Alan García acabaría siendo elegido Presidente por primera vez y los tugurios de una ciudad en ebullición rebosaban de "Pisco Saur" y de "Inca Cola". La moneda, en aquélla época el Sol, ocupaba, en fajos inmensos, nuestros bolsillos y lo barato del sexo de pago nos llevó al que se nos presentó como el mayor prostíbulo legal del mundo. Se decía que trabajaban, en turnos y las 24 horas del día, unas mil meretrices procedentes de todas partes del mundo de una calidad media bastante aceptable. Era un prostíbulo a la antigua, tomabas una copa con la señorita y te dirigían a una ventanuca con barrotes a través de la que, previo pago de la habitación, se deslizaba una llave y una toalla. Creo recordar que fue mi primera experiencia en un prostíbulo, sin prisas, con higiene relativa y sin matones en la puerta. No lo olvidaré, aunque el rostro de la señorita con la que compartí tan especial momento se haya ido difuminando con el paso de los años hasta perderse para siempre.

Ya veis, me inicié a golpe de derrota (en términos marinos), entre olor a pescado y gasoil, con "pisco saur" y putas de puerto...y ya no me reconozco, ¡cómo he cambiado!

saludos y gracias por aguantar la batallita.