Concurso de Relatos, Votaciones
Hola Foreros, se inicia el periodo de votación de los relatos, a partir de hoy y hasta el día 20 de febrero pueden enviar el voto por MP a la administración.
para evitar confusiones subiré cada relato en un nuevo post en el mismo hilo, el título del hilo sera el del relato y al inicio del mismo el seudónimo, por favor no responder en este mismo hilo, cualquier duda abrir otro o por MP
saludos
Admin ForosX
LA CLÍNICA DEL DR.FISHBANK
Seudónimo: Correo Comercial
Alguien hizo sonar repetidamente la aldaba de bronce que estaba rodeada de una capa de gruesa pátina. Nadie parecía escuchar el quejumbroso y desagradable ruido que multiplicaba su sonoridad en el interior del edificio. Finalmente, uno de los hombres que aguardaba en el exterior, vociferó sin remilgos cual cochero malhumorado de una calesa que se niega a recibir más pasaje. "¡Abran, es una urgencia!". Tras la súplica, se escuchó el paso apesadumbrado de un hombre, que, con el mismo ritmo brioso que un condenado a muerte se encamina hacia la horca, respondió hablando por medio de una rejilla que había abierto de la puerta. Mientras escudriñaba quién perturbaba la paz del lugar, habló con voz férrea pero dormitada:
-Lo siento, no son horas para atender a nadie. El sanatorio está cerrado. Vuelvan mañana.
-Déjese de formalidades Fritz. La Policía le ordena que nos deje pasar -el vedel emitió un resoplido equino de resignación.
-Entiendo...Llamaré al doctor -Fritz hizo pasar a los visitantes, dejando ir los pies con desgana, como si estuviera haciendo esquí de fondo, y encorvando al máximo su espalda. Un minuto más tarde, la figura enérgica del Dr.Fishbank entró en la sala, iluminándola, ya que hasta entonces había permanecido a oscuras.
-Soy el Dr.Roger Fishbank. ¿Quién osa importunarme a estas horas? Ni siquiera admito esa falta de cortesía a los miembros de la Ley -las palabras fueron pronunciadas con una gravedad y un énfasis que impactaron sonrojando las mejillas de los allí presentes. El Doctor era un hombre de 60 años, de baja estatura, pelo cano con una abundante y despejada frente, facciones muy marcadas y nariz notoria, algo picuda. Sus labios no eran demasiado gruesos, pero en cambio se mostraban impecables en el arte de la oratoria.
- Vaya... Tenía entendido que los jueves por la noche usted no se perdía su partida de ajedrez. ¿Qué ha ocurrido? - El Doctor miró con cierto aire de maliciosa intriga -. El agente Klein, secundado por su fiel y inseparable Martin, ¿no?
-En efecto, mi compañero está fuera con...
-Caballeros -dijo Fishbank acercándose al agente con movimientos de perro de caza alertado por una presa. Su aspecto robusto, de formas exageradas y rostro poco amistoso, no le intimidaban -. La codicia es una de las perdiciones del género humano. Ustedes ya recibieron su soborno mensual hace dos semanas.
-No se trata de eso Doctor.
-¿Entonces, qué se les ofrece?
-¡Martin, entrad! -a la orden del superior, aparecieron dos hombres. El policía, alto, extremadamente delgado, estrecho, con unas facciones y extremidades casi cadavéricas, sostenía a un tipo que no podía dejar de mover los brazos. Estaba ligeramente agachado y parecía temblar o tiritar -. Este hombre está enfermo. Precisa atención. Tiene que ser ingresado de inmediato.
-Un momento Klein, ya saben qué tipo de sanatorio es éste -el policía secundario intervino expresándose con algunos síntomas de tartamudez.
-Lleva semanas vagando por las calles, haciendo actos indecorosos delante de mujeres, niños y ancianos -el aludido emitió un ligero gruñido animal.
-¿Se trata de un exhibicionista?
-No Doctor -argumentó Klein-. Este maníaco sexual sólo tiene como objetivo penetrar con su miembro cualquier agujero que esté a su alcance. Viniendo de camino lo ha intentado con dos papeleras que estaban a rebosar. Su pene presenta quemaduras leves por haberlo introducido en los tubos de escape de una motocicleta y un furgón de pescado congelado cuando iban a arrancar. Lo detenemos por escándalo público, pero tras cumplimentar el trámite burocrático en las oficinas, alguien nos llama para decir que un degenerado ha entrado en su frutería, y se ha puesto a copular con una cesta llena de arándanos.
-Cómico y perverso a la vez -sentenció el psiquiatra-. ¿Y no ha atacado nunca a una mujer? Quizás tengamos a un violador en potencia...
-No, las mujeres parecen asustarle. De hecho, la suya le abandonó hace un año, antes que iniciara su extraño comportamiento.
-Muy interesante Sr.Klein, pero...¿Este hombre puede costearse el alojamiento en mi centro? Ésta es una institución de instalaciones pequeñas y modestas, pero no accesible económicamente -el agente carraspeó con sorna.
-El Sr.Bielhoff fué despedido por el servicio de correos, (su lugar de trabajo), porque además de ausentarse con demasiada asiduidad, nueve buzones de la ciudad habían sufrido sus ataques. Este pobre diablo carece de recursos, pero ya que está ocasionando demasiados quebraderos de cabeza a las autoridades aquí presentes, entendemos que su estancia en su clínica, se podría entender como un favor personal que haría una eminencia como usted para curar a un enfermo sexual, liberando a la vez a la ciudadanía, de un personaje despreciable.
-Truhanes -musitó entre dientes el Doctor con descarado enfado.
-No olvide Sr.Fishbank, que fué inhabilitado por el Colegío de Psiquiatría por utilizar métodos poco ortodoxos.
-¡Al diablo con ellos! Yo muestro resultados eficientes sin dañar a nadie. El mundo de las parafilias todavía esconde muchos enigmas y hay que ir probando tratamientos alternativos. Pero ello no les importa a ustedes. Si me permiten seguir abierto es por el sobre de color salmón que les entrego cada cuatro semanas -finalizada la arenga, un trueno rugió como si hubiera estallado un explosivo en la calle. Las luces del sanatorio parpadearon -. La noche no es propicia para que este hombre vaya vagando por las calles -miró a su alrededor preocupado-. No lo es para ninguno de mis pacientes. Las tormentas descargan demasiada energía, y pueden provocar repentinos cambios de humor en la gente...Fritz, prepare una habitación para el Sr.Bielhoff. En esta ocasión quiero decir que vacíe el mobiliario, excepto la cama; y disponga las correas.
-¿Por qué hace eso Doctor? –peguntó Martin, esgrimiendo una absurda mueca de recelo.
-¿Eliminar los muebles? ¿Quiere que este desdichado convierta su masculinidad en algo inservible? Una habitación convencional está llena de trampas para él: cajones, lámparas.
-¿Le parece bien la “16” entonces Sr.Fishbank?
-Sí, de las 14 es la más pequeña. Servirá -mientras el lacayo marchaba para disponerlo todo, el inquieto policía volvió de nuevo a mostrar su curiosidad exenta de talento.
-¿Por qué tiene el número “16”, si sólo hay 14 habitaciones?
-Caramba Klein, su compañero empieza a preocuparme tanto como mi nuevo paciente -le miró con cara de indulgencia, la misma que uno pone cuando regaña a un niño por una pillería. - En efecto, disponemos de 14 habitaciones, pero van de la “1” a la “16”, porque decidí eliminar la “6” y la “13”; cabalística e históricamente son dos números que hacen pensar más de la cuenta, a personas, ya de por sí demasiado predispuestas a obcecarse por nimiedades -
el temblor de las extremidades de Bielhoff había aumentado, y se acompañaba de unas frases inverecundas, cuya obscenidad iba en una acelerada progresión -Bielhoff está sobreexcitado. Llevémosle a mi despacho, le administaré un calmante -los policías, con algunas dificultades, lo transportaron en volandas desdel “hall”, hasta la mencionada estancia, aunque por el trayecto, después de que el enfermo repitiera entre gritos y sollozos la proclama "¡fornicar, fornicar!", había intentado mancillar la virginidad de un florero, cuyo derramado contenido empapó sus pantalones.
El Doctor, Bielhoff y los dos agentes, entraron en el despacho del director. Fishbank abrió la puerta de cristal de un armario donde reposaban diversos tipos de fármacos y tarros con soluciones magistrales, y le inoculó un sedante al enfermo.
-Ésto le ayudará -los estertores de Bielhoff empezaron a disminuir. Su semblante, hasta el momento, terso y rígido, se había calmado. Pero cuando el psiquiatra les mostraba gozoso su pequeña victoria, el paciente, en un arranque violento, se hizo con un contenedor de lápices que había en el escritorio, lo vació, y desabrochándose con torpeza el pantalón, quiso macabramente poseer ese objeto entre sus partes más íntimas. Los presentes evitaron que el disparate pudiera consumarse, y entre los tres lo asieron con desproporcionada rudeza.
-Doctor, tendrá que inyectarle otra dosis -comentó jadeante el más inexperto de los policías.
-No. Eso podría matarlo. Es cuestión de que su metabolismo asimile el narcótico. En pocos minutos este hombre será del todo inofensivo. Sentémosle en mi butaca. Igual no ha ingerido alimento en todo el día y el efecto del calmante podría hacerle perder el conocimiento -en cuestión de segundos el cuerpo de Bielhoff se desplomó en el asiento. Estaba falto de fuerzas, era ya un muñeco inmóvil incapacitado para moverse. Si no fuera porque estaba bajo supervisión médica, se diría que yacía moribundo, esperando un final muy próximo.
-Martin, Klein, observen a Bielhoff -argumentó mientras le cogía las manos-. Fíjense en estos puños cerrados, la inclinación de su cuello hacia fuera, como el de un quelonio en busca de comida, su cabeza rechoncha, su pecho prominente, su barriga. Según los biotipos de Ktreschmer, estableceríamos que aquí tenemos a un biotipo pícnico, una persona predispuesta para la psicosis cíclica o maniacodepresiva. Los biotipos se dividen en tres...
-Doctor, la “16” ya está lista -los policias agradecieron esa oportuna interrupción que cortó la que parecía una clase interminable de psiquiatría. Colocaron a Bielhoff en una silla de ruedas, y Fritz marchó con él hasta su celda. Los agentes y el Doctor salieron al pasillo central donde estaban las habitaciones.
-Nosotros ya hemos cumplido. Ahora le toca a usted. Espero que Bielhoff esté en buenas manos -una lejana voz del fondo del pasillo dio réplica. El grito se hizo más audible. Los tres se dirigieron hacia la puerta donde provenía el alborozo.
-Es el paciente de la “4” -El Doctor movió la mirilla -Hamman, ¿se encuentra bien? -la divertida voz del inquilino replicó con audaz rapidez:"El chochito de Marcela me pone a cien".
-¿Pero qué dice ese insensato? -Inquirió Klein perplejo, obteniendo un "por el culo todo el rato". Fishbank les conminó a regresar al salón, mientras no podía evitar unas tímidas carcajadas.
-Albert Hamman. Lleva ya tiempo con nosotros. Posee una brillante inteligencia. Era contable de "Industrias cárnicas Stoff". Un mago de los números, pero su adicción a las mujeres, combinado con su trabajo, fueron su perdición. Cada vez que alguien le pregunta, contesta con un verso subido de tono, ustedes han sido testigos. No obstante, dudo de que exista en esta ciudad, una persona con una mente más preparada para el cálculo. Una verdadera lástima.
-Que tenga suerte con él. Curarlo será para usted todo un reto –y de la habitación número “4” todavía sonó un "por el...te la meto".
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-Doctor Fishbank, ha trasncurrido ya un mes desde que le dejamos a su cargo a Bielhoff. ¿Existen progresos?
-En primer lugar, permítame que le agradezca su visita y su interés por el enfermo, es un acto de solidaridad impropio de un cuerpo tan corrupto como el que representa...-arguyó el psiquiatra sin mirar a su interlocutor-. Lamentablemente, Klein, estamos casi como al prinicipio. No responde a ningún tratamiento: ni farmacológico, ni estimulaciones visuales...Lo único que parece sedarle es escuchar música clásica, pero ello sólo lo relaja, no nos permite avanzar en la resolución de su problemática. Sigue sin hablar, sólo gruñe en ocasiones, y el contacto con la naturaleza, los paseos por el páramo, tampoco han servido para nada. Quizás no debería seguir aquí. Este hombre parece tener otro problema además de su parafilia. Me inclino a pensar que padece un grave trauma. No me veo capacitado para solventar su caso.
-Así que no habla...-el policía se mostró dubitativo -. ¿Ni siquiera una frase?
-No. Tiene la mentalidad de un niño. Si se le fuerza, sólo es capaz de repetir algún verbo soez, o partes determinadas de la anatomía. Insisto: Bielhoff no debería estar aquí, su lugar está en un psiquiátrico convencional.
-Confío en su labor -Klein dio algunas vueltas por el despacho, y observando por la ventana, con la mirada perdida, reanudó la conversación-. ¿Y sus ataques? ¿Siguen tan constantes como antes?
-No hay brotes porque el paciente no tiene nada con qué ocuparse, recuerde que habita en un espacio libre de tentaciones. Además, la medicación le ha bajado la líbido. Aún así, hace unos días logró huir mientras lo llevábamos a la sala de masaje, entró en la cocina y cuando llegaron los vigilantes ya se había hecho con un almirez de piedra. En el forcejeo, el adminículo le cayó en el pie, fracturándole el dedo gordo. En esta ocasión ni siquiera gritó. Este hombre está bajo mínimos. Diré que lo preparen para trasladarlo a otro centro, conozco a un colega...
-¡No! ¡Es preciso que usted siga trabajando con él! –el agente mostró un enfurecimiento que soliviantó al psiquiatra.
-Escúcheme insensato. Me veo imposibilitado para sanar a este desdichado. Su problema es de fondo, y no tengo medios para solventarlo. Su parafilia está supeditada a algo que desconozco...
-Quizás con un par de semanas más, sus tratamientos surjan efecto.
-Lo dudo, pero...Siempre se atisva una ligera esperanza. ¿Quiere acompañarme en la visita a Bielhoff? Ahora iba a hacerle el reconocimiento diario.
-Me encantaría. Pero mi esposa y yo nos marchamos de viaje 15 días, y debo estar en el aeropuerto en dos horas. Tenía el tiempo preciso para verle y charlar con usted.
-Es curioso Klein, yo creía que la única compañía de la que disponía era la de Martin -del sudoroso rostro de ese hombre, brotó un temblor de mejillas y un inusitado nerviosismo -. Disculpe, no pretendía insinuar...
-Por favor, Doctor, si acaso soy yo el que debe censurar mi actitud de hace un momento. Me he mostrado demasiado vehemente -Klein se había secado la frente con un pañuelo, y con la intranquilidad que un viajero aguarda su transporte, marchó tan raudo como la liebre mecánica de un canódromo .Fishbank apretó uno de los botones del dictáfono.
-Fritz. Que traigan a Bielhoff a mi despacho. Quiero hablar con él -en dos minutos, un par mozos entraron sujetando al paciente, derruido físicamente, con los mismos ánimos que un púgil que lleva cinco asaltos recibiendo golpes certeros encara el reposo del taburete de la esquina del cuadrilátero. Lo sentaron al lado del Doctor. Parecía una marioneta a la que han dejado de darle movimiento. Su cuerpo se hundía en la silla como si ésta fuera una ciénaga que le arrastrara hasta el fondo, y aunque su boca permanecía sellada, emitía una especie de ronquido, como el motor de un tractor.
-Sr.Bielhoff, escúcheme. Vamos a probar algunas nuevas técnicas. ¿Le apetecería que viniera a visitarle una mujer? Una señora atractiva. Ella podría darle la medicina, charlar un poco, y...-el paciente seguía rugiendo sin mediar palabra -. Dígame, ¿cómo le gustan las señoras: rubias, morenas, altas? -la respuesta del individuo fué una especie de eructo, como si hubiera intentado hablar un sapo.
-Todo resulta inútil -comentó alterado Fishbank mientras se levantaba-. Esta partida no tiene solución. Estamos enrocados...- acto seguido, el enfermo se abalanzó sobre la butaca que tenía enfrente, clavando su cabeza en el asiento, arrodillado, como si fuera una fiel plantado delante de una cruz, y en un tono de crudo histerismo, no paró de repetir:"¡Mi, esposa, mi esposa!", y con la furia de un ido, propinó varios puñetazos al asiento, hasta que hizo un ademán de estamparlo contra una pared, y los guardianes que le acompañaban se vieron obligados a intervenir.
-Sólo es una silla Bielhoff. ¿Qué tiene que ver ello con su mujer? -con mirada suplicante y llorosa, él le respondió.
-Es su pañuelo...-y rompió a llorar con un desconsuelo desgarrador.
-Eso es imposible. Su esposa nunca ha estado en mi sanatorio -y al examinarlo entre sus manos. Dio con la solución-. Es el pañuelo del policía, Klein, sus iniciales, "K.L", Klein Lions. No entiendo nada -BieIehoff se desvanceció, cayendo al suelo como el reo que ha sido ajusticiado por las balas de un pelotón. Lo trasladaron a su habitación, y tras un período de reposo, expuso toda la verdad. La luz en la estancia era muy ténue, y el paciente, recostado en la cama, en batín, y terminando una taza de cacao, haciendo gala de una serenidad que representaba un estado de ánimo nuevo para él, habló:
-Salí del túnel en el que me hallaba, cuando usted pronunció una frase clave:"La partida no tiene solución. Estamos enrocados". Vocabulario ajedrecístico -Fishbank pareció despertar de un letargo.
-Klein...
-En efecto, Klein Lions, aficionado al ajedrez que decía participar cada jueves en largas partidas con amigos. Falso. No dudo que le guste este deporte, pero lo único que hacía este caradura, era beneficiarse a mi esposa. Se veían ese día de la semana. La conducta de Margaret venía siendo sospechosa desde hacía meses. Mucha peluquería, ropa nueva, bastante esquiva conmigo en la intimidad...Y siempre había fiestas. El problema vino cuando un día me dijo, (harta de las excusas de siempre), que había quedado con unas amigas para jugar unas partidas de ajedrez. No me lo creí. Eso no iba con ella. Así que fingí ausentarme un par de días de casa, para ver si cometía el error de meter el gallo en mi propio hogar. Sucedió tal y como me lo había imaginado, aunque resultó más perverso de lo que mi propia mente había creado. El cuadro que me encontré fue la vista trasera desnuda de un hombre, (Klein), que entre vejaciones, tomaba posesión de un lugar recóndito y prohibido para mí, el ano de Margaret. ¡Cómo se tambaleaba esa mesilla al ritmo de esa sucia danza! Ella gemía como si estuviera poseída. Nunca conmigo estuvo así. Desaparecí de allí deshecho. Mi esposa, al día siguiente, había abandonado el piso sin dejar ni siquiera una nota. Al principio pensé que era su conciencia, que se sentía avergonzada y no se atrevía a mirarme a los ojos, pero luego entendí que ya no le apetecía seguir falseando nuestra presunta buena convivencia, y se había marchado con su amante.
-Con razón empezó a inquietarse ese majadero cuando dudé de que estuviera casado. ¡Menudo sinvergüenza! Pero prosiga Sr.Bielhoff.
-Con ella fuera estuve perdido. Me hubiera alcoholizado, pero solo el olor de la ginebra me marea. Así que con los días, caí en una dinámica frustante: casi no comía, no iba al trabajo, por la noche me atacaban pesadillas de índole sexual, hasta que una incitación perversa me obligó a salir a la calle para cometer las locuras que ya conoce. Me imagino que el amante de mi esposa, en un acto de caridad, me trasladó a su centro.
-Por eso andaba él tan preocupado en saber si usted hablaba o no. Temía que recuperara la cordura y arremetiera contra él. De haber sabido toda la historia, su parafilia se habría subsanado con más facilidad -Fishbank, en gesto paternal, se acercó a su paciente -.
¿Se encuentra curado? ¿Siente tentaciones de penetrar algún peculiar objeto?
-No, Doctor, eso ya pasó -alegó mientras reía por primera vez en muchos meses-. Se terminaron los buzones, los jarrones, y por supuesto, ¡las partidas de ajedrez!
FIN
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DOS TAZAS Por Mortadela con aceitunas
Lo que voy a contar es la vivencia más increíble que me ha sucedido en mis casi treinta años de existencia. Todo sucedió una tarde de invierno, apagada, en la que fuí invitado por mi amigo de la infancia Marc. Él era un año mayor que yo, un chico alto, de brazos corpulentos, trabajados gracias a la práctica de todo tipo de deportes: rafting, remo, escalada...Toda actividad que conllevara algo de peligro, siempre iba a resultar un aliciente para Marc. Era un vividor, un chico guapo, de mejillas surcadas por dos pliegues, que según las mujeres, le dotaban de un aire aún más atractivo. Un presumido que había convertido su cuidada pelambrera rubia, en un bandera que le encantaba blandir al aire. A pesar de poseer un físico atrayente y ser hombre de éxito, no resultaba arrogante, y su esmaltada sonrisa, era una fiel compañera que esgrimía en cualquier conversacíón. Esa tarde, no tardó en hacer acto de presencia.
-Ja, ja, Driscoll, John Driscoll. ¿Cuánto tiempo hacía que no coincidíamos? ¿Dos años quizás?
-No tanto...-comenté entre dudas -. Puede que algo más de diez meses. Quisimos quedar para este verano, pero tenías que prepararte para los europeos de esgrima...
-En mi vida he manejado una espada -adujo divertido mi amigo-. Creo que eran unas jornadas dedicadas a los deportes aéreos. Parapente, globo...No sabes lo excitante que es ver cómo va desapreciendo el mundo, y tú estás solo con tu instructor en esa insegura cesta de mimbre. Resultó apasionante. Aprendí cuándo debe uno desprenderse de los lastres para equilibrar el vuelo del globo.
-Interesante Marc. Espero que no dañaras a nadie -seguimos andando sin que yo supiera el destino final-. ¿Así que te excitaba estar a solas con tu monitor de vuelo aerostático? Veo que las cosas han variado mucho desde que nos vimos por última vez -le argumenté de manera provocadora. Mientras eludía contestarme a esa opinión que parecía importunarle, habíamos llegado a nuestro destino. Se trataba de un local del que no tenía referencias: “New Choc Shop”, una especie de chocolatería, que por lo visto, estaba en boga. Unas cortinas moradas con los dibujos de unas humeantes tazas doradas, impedían ver el interior del recinto, aunque no daba muestras, por el aspecto de su fachada, de que fuera un sitio demasiado renovado. El aspecto “kitsh” de los setenta, parecía que seguía triunfando en esa parte de la ciudad, donde se habían multiplicado las tiendas de ropa y arte con una ambientación desfasada y psicodélica.
Marc, habló ensanchando aún más su sonrisa, hasta el punto que creí reconocer alguna pieza dental que hasta ese momento desconocía. Era como si de su comisura, le estiraran de unas riendas invisibles. No sé por qué, pero ese gesto y su decisivo aplomo, me condujeron hacia un mundo de incertezas. Penetramos en la cafetería, aunque no se veía ni mostrador, ni maquinaria, ni estanterías adornadas con botellas. El espacio era grande, pero las mesas, rectangulares, de poco más de metro y medio de largo, disponían sólo de dos sillas. Únicamente las paredes engalanadas con el emblema de la casa y algunos cuadros, habitaban ese lugar. Me pareció que nuestros pasos resonaban, como si transitáramos por un castillo deshabitado. Nos sentamos. Ante la expresión de extrañeza con la que había entrado en esa tienda, mi guía quiso tomar la palabra.
-Te encantará. Este sitio es diferente.
-Está vacío…-dije girando la cabeza, terminando de inspeccionar la sala.
-¿No oyes el bullicio? La gente prefiere subir al primer piso, es más discreto –paré atención a mi oído, y era cierto que de la planta superior brotaba cierto alboroto. A pesar de ello, su declaración no aplacó mis interrogantes-. Sé que dentro de una semana cumples los treinta, pero empiezo unos cursillos de paracaidismo lejos de aquí, así que he adelantado tu regalo. ¿Qué te pides? –me acercó una carta con un extenso número de servicios, todos realizados con chocolate. En primer lugar daban a elegir el tipo de cacao: "Negro", “Con leche”, “Blanco”, “35% cacao aderezado con frutas rojas”. La lista era tan copiosa, que el comensal que la leía parecía estar repasando un listín telefónico. Cuando me di cuenta de los disparatados precios de cada consumición, ya teníamos a una camarera dispuesta a tomarnos nota. Su vulgar presencia no iba acorde con las elevadas tarifas de ese establecimiento. La dependienta debería tener poco más de veinticinco años, vestía un mandil largo que le cubría unos pantalones oscuros, y una camiseta negra con el escudo de la casa. Su pelo rizado deslabazado, su deshidratada piel , y el incesante masticar de un chicle, eran una mediocre carta de presentación. No pude alertar a mi amigo.
-¿Los señores ya han decidido? ¿Es la primera vez que nos visitan?
-No, pero hace tiempo que queríamos venir –contestó Marc tan risueño como la camarera.
-Comprendo. Mientras se lo piensan, atenderé a ese caballero. Con su permiso... –en una de las mesas del lado opuesto en el que nos encontrábamos, se había sentado un hombre mayor, alto, de enjuta figura, rostro debilitado, pero de afeitado y traje impecable.
-Atento John, ese debe ser el Sr.Augusto. Tiene más de ochenta años, y no se pierde su cita semanal. Es una institución –Marc hablaba de ese hombre con la admiración que uno se refiere a un héroe. Tenía los ojos iluminados como si fuera una atracción de feria que funciona con monedas-. Deja el sombrero en la mesa…
-Trae mala suerte…-pero mi locución no fué escuchada. Mi amigo seguía radiando los movimientos del anciano tal como si se tratara de un cronista deportivo en un estadio.
-Cuelga su gabardina en la silla…-el silencio en el relato de Marc nos permitió escuchar la voz autoritaria del Sr.Augusto, que decía: “Lo de siempre Celia”-. ¿Qué será “lo de siempre”? ¿Qué habrá pedido ese hombre?
-¿Acaso tiene importancia? Me preocupa tu actitud insolente.
-Calle Sr.Driscoll, que ahí llega el pedido. Veremos cómo lo encaja su acrisolada moral -lo que él pretendía decir con esa frase lo supe en cuestión de segundos. La camarera, que no era Celia, sino una muchacha bastante más joven, que vestía falda negra por las rodillas, que destacaba por un pandero saliente y redondo, tan apetecible como una magdalena rellena de manzana y crema, llegó a la mesa del cliente portando una taza de café y un diario. Después del “Gracias Úrsula”, ésta, una mujer de epidermis blanca, contrastada por una cabellera larga, tiznada, de fisonomía llamativa, con unas mejillas anchas y una nariz diminuta, casi garbancil, tras depositar la bandeja vacía en la mesa, se agachó. Su pompis cobró mayor tamaño al adpotar esa posición, deformándose como si fuera culpa del primer plano de un objetivo de una cámara. Arrodillada, desabrochó el cinturón del Sr.Augusto, que sin darle importancia a lo que acontecía, pasaba distraído las páginas del periódico. La cremallera del pantalón era el postrero obstáculo que debía salvar esa desvergonzada para tener entre sus sus manos el enclenque pene de ese viejo. Quizás hubiera sido más apropiado llamarlo pito, o “pi”, porque cosa tan poco desarrollada, no merecía el desperdicio de tantas letras
-¡Diantres qué es ésto! ¿A qué alocada cafetería me has traído? ¡Es fantástico!
-Te dije John que te gustaría
-Ayúdame a decidirme…Ya que pagas, es justo que intervengas también en este proceso -mi amigo empezaba a mostrarse tan exaltado como yo, y la carta con las especiales consumiciones le trastabillaron de sus nerviosos dedos.
-Tienes la opción de chocolate con yogur: o sea, encular a la camarera…
-¿A esa fea de Celia?
-¡No! Ella sólo toma las comandas. Depende del tipo de “cacao” que pidas, viene una determinada señorita. El cacao blanco es una caucásica, el con leche es mulata, el de frutas rojas es una pelirroja, y el negro…Bueno, supongo que tu imaginación da para eso.
-¿Y no disponen de orientales?
-¡John, supera ya esa relación! Ella no te conevenía… -su agresiva observación referente a mi fracasada aventura con una asiática, no me descentró de ese entorno lujurioso. Cada vez me seguía apeteciendo más tomarme ese chocolate. Marc fué displicente, y tras revisar el listado, pudo complacerme -. Chocolate con frutas exóticas…lichis con ralladura de pistachos y jengibre. Por Dios John no te bebas esa porquería, follátela a gusto, pero no te tomes el líquido de esa taza. Yo me pediré un cacao del 70%, del Brasil, si queda en el almacén…
-¿Y los servicios?
-Chocolate a los tres gustos, (café, fresa, nata), se dispara de mi presupuesto y correríamos el riesgo de morir rodeados por seis senos. Trágica ironía. Un “suizo” es un francés…-el sofocante escándalo de la mesa del Sr.Augustó, robó nuestra atención.
-¿Y ese suertudo, qué se habrá pedido? –las profesionales manos de la dependienta obraban con la misma pericia que un alfarero modela su figura con barro. De por sí, poco material tenía ella para trabajar, puesto que el apéndice de ese cliente, arrugado, de aspecto enfermizo, cuyo crecimiento se podía considerar deficiente, estaba coronado por una superfície oscura casi tan negra como la cáscara de un percebe. Se suponía que el olor que emitía sería parecido al de ese marisco, y Marc y yo temíamos que en cualquier momento emanara de esa insignificancia, una sarta de gusanos anélidos que inundaran la juvenil y desdichada boca de esa contumaz felatriz. Un minuto más siguió ese cuello de cisne agachándose para cumplir su cometido, y cuando el abuelo parecía que iba a fallecer de un colapso, (intentaba levantarse y gemía como si le faltara el aire), una ridícula descarga seminal apenas creó una rebaba en una de las uñas de ella. Ocurrido ello, el Sr.Augustó terminó de agitar esa menudencia, se abrochó, plegó el periódico, y enfundándose ese sombrero que le otorgaba una pose de desitinción y caballerosidad, marchó del local con un “hasta mañana”. Atónitos aún por la chocante escena. Marc tragó saliva, no sé si excitado o transtornado, y respondió a mi pregunta.
-Debe de haber pedido un suizó exprés. O sea, un servicio oral rápido. Supongo que a su edad, eso ya es mucho…-en esas, Celia estaba de nuevo a nuestro lado.
-¿Y bien? ¿Qué será? –Marc tomó la palabra.
-Mi amigo un chocolate con frutas exóticas, ¿es eso posible?
-Por supuesto señor. En esta casa todo se cumple. Nuestra querida Mayako le servirá encantada.
-Yo quiero un cacao negro, del Brasil…-comentó con cierto temor a que le contestara que esa clase de chocolate estaba agotada.
-¿Y qué variedad querrán? Un chocolate suizo, con yogur, un exprés…
-¿Qué le parece un especial completo?
-Barquillos, abanicos y tropezones con frutos secos. Una elección muy propicia.
-Tradúzcame a un lenguaje más popular señorita, yo soy nuevo por aquí. –arguyé ansioso por saber cuál iba a ser mi cuchipanda.
-En sesenta minutos podrán hacer de todo. Les recomiendo, por ello, que aprovechen el contenido de las tazas como combustible. Lo van a necesitar. Que su estancia en “New Choc shop” les sea grata. Pronto llega su merienda -tras deshacerse de un amasijo de billetes, Marc y yo nos despojamos de nuestras chaquetas, quedándonos en silencio, nerviosos como si estuviéramos en la sala de espera de un hospital, aguardando la salida de una comadrona que nos dijera que el parto había sido satisfactorio, y que éramos padres de una hermosa niña. No una, sino dos camareras portando sendas bandejas, aparcaron delante nuestro llevando las bandejas con las viandas. Eran ellas. Repelí un grito de euforia, aunque estábamos solos en esa planta, era preferible mantener cierta compostura.
-Soy Mayako, aquí tiene su chocolate exótico –esa mujer debería tener unos veintiún años, no pasaba del 1’60, y su cuerpo no mostraba signos de haber ingerido demasiadas grasas. Sus piernas eran delgadas, tanto como su tronco, pero sus formas estaban bien trazadas. Sin duda, esa cortina interminable de pelo oscuro, y ese rostro ovalado, de largos labios y ojos cerrados, como si hubieran sido difuminados por un artista que pinta con cera, eran los rasgos característicos de una mujer asiática. Con voz mimosa y tono muy bajo, apostilló-. Yo misma lo he preparado -no pude detener mi furia que me empujaba a desnudarla sin demora. Me hice con sus manos, de dedos alargados y fríos. Ocho de ellos me los introduje en la boca, saboreándolos con una voracidad enfermiza. Sin duda no mentía, tenían un sabor amargo y picante. Mayako había manipulado el jengibre con sus manos sin utilizar ninguna protección. Eludí hacer muecas de disgusto para no ofenderla, y disimule, asiendo sus manos entre las mías en un gesto romántico que compensaba mi brutal acción anterior. De mientras, Marc se había manchado creándose un bigote de chocolate, que su acompañante que se presentó como Laura, le limpió con un lenguetazo como si fuera una vaca que se hace con una hoja de col. Se trataba de una mujer de raza negra, metro setenta y cinco, y unos sesenta kilos de peso. Su traspontín destacaba por tener dos esferas voluptuosas, casi tan tentadoras como esos muslos exentos de medias, con la suficiente anchura para que una mano grande y necesitada pusiera a prueba su consistencia. Sus salientes pectorales, le obligaban a compensar el equilibrio de su cuerpo, echando la pandereta más hacia fuera; pero era su melena rizada, y esos labios hinchados que no gruesos, pintados de morado, los que incitaban a mi compañero. Aquella parte de su cara, llevaba marcado el sello del diablo. Esos labios eran el mejor sofá donde poner a reposar algunas partes de él. Podrían ser su perdición, y tenía que probarlo, así que mientras yo toqueteaba a Mayako, repasando las yemas de mis dedos por su franja abdominal, como si estuviera comprobando que un paquete frágil no ha llegado roto a su destino, y cosquilleando el círculo de su ombligo, tal y como lo hace un crío jugando con el cascabel de un gato, Marc se había tirado literalmente a los pechos de Laura. Era como un alocado participante en un concurso de ingerir comida. Mirando de reojo, vi como ese comensal tenía entre sus dientes una desproporcionada areola marrón, tan grande como el reloj que enfundaba su muñeca. Debido al afecto con el que estaba siendo tratada, ambos senos enseñaban con orgullo unos descarados y nada retraídos pezones, gozosos, rectos, crecidos como flores en primavera. Dejé de observar cómo disfrutaba para centrarme en mi plato. Tenía que desquitarme del mal sabor de boca del jengibre, (ya había sido advertido por Marc). Mayako, además de atractiva, había entendido mi disgusto, y me ofreció una peculiar manera para resarcirme:
-Yo cocinar para ti, pero tu no gustar dedos. Sabor fuerte para hombre débil -esa coletilla no estuvo afortunada -Yo compensar. Toma mi culo- -y abriéndose las nalgas como una separa las dos partes de un aguacate, me ofreció con total sumisón ese orificio de dimensiones diminutas. Dudé, tras meses de presunta relación de pareja con Eva, no habíamos pasado de unos besos en las mejillas y algunos castos toqueteos. Había vivido en una dictadura amorosa, con total represión, y aunque algo me decía que si las manos de Mayako desprendían un sabor fuerte, apoderarme de su ano, igual me terminaba de rematar. No sucedió así, me agarré a sus posaderas, como un bebé a la mama de su madre; era como apretar una manga pastelera rellena de merengue, blanditas, suaves, gustosas de rozar, ello ya me excitaba. Con timidez, mi lengua buscó el fondo, ese punto, esa “X” que conducía a un mundo oscuro desconocido por mí. Ella inició una serie de sonidos. Lo estaba haciendo bien. Ese esfínter había sido preparado para la ocasión, y de él emergía un cierto aroma mentolado. Con más ímpetu, conviertiéndome ya en un sinvergüenza, empecé a penetrarla sutituyendo mi prolongación viril, por mi lengua. Sus quejidos aumentaron el ritmo, más aún, cuando mi boca pasó a la acción y cubría toda su zona anal. Mi apetito sexual quedaba patente viendo esa quijada abierta de animal selvático asesino que muestra su afilada batería de colmillos. Cierto ruido a chapoteo, perteneciente a los fluidos de ambos, empezó a crearme una masa viscosa en la zona de la barba. Temí lo peor. ¿Acaso iba a salir de ese lugar con la cara pintada como la de un carbonero? No, de esa particular mina, llamada anal, se estaban obteniendo filones interminables de algo que hacía tiempo que no sentía: placer.
Laura, era ahora la manivela de una vagoneta que no paraba de moverse, sin producir estridentes ruidos, sólo jadeos sofocantes. Todo su cuerpo no paraba de inclinarse hacía la zona pélvica de Marc, que permanecía estirado, con los brazos apoyados en la mesa y los ojos cerrados. Daba la sensación que buscara que los fluorescentes que colgaban del techo le broncearan. Con la boca semiabierta, irrumpía alabanzas hacia la labor de su compañera, junto con entrecortados escalofríos, como si sus pies estuvieran paseando desnudos por la nieve. Tras algunos minutos de esa rutinaria actividad, a orden del deportista, ella adoptó la típica posición de la rana que espera en un nenúfar la mosca de su desayuno, y dirigiendo la mascunilidad de él como uno maneja el “joystick” de un ordenador, consiguió ensartarla en la parte más caliente de ella. Esa caldera mantenía una temperatura elevadísima, y Marc, que no paraba de recrear surcos de esfuerzo en su rostro, y que se podría juzgar que se estaba empleando como un transportista que trajinara pianos, creía que su tronco podía arder antes de la hora en esa fogata brasileña.
Había dejado de prestar atención al culito de Mayako para centarme en su otro orificio. Imitando a un perro que se asoma a un charco de la calle, y bebe de él, yo estaba en el estanque más preciado que tienen las mujeres, al sur del famoso monte. La oreografía del género femenino, es la más agradecida de estudiar, y la de esa oriental no era menos. Lo peor, sus quejidos, casi gritos agudos que me molestaban. Para evadirme de ellos, giré el cuello hacia mi derecha, viendo el sufrimiento que le estaba infligiendo esa interminable hembra negra a mi amigo. Parecía no saber dominarla. En esas, me percaté que estaba desatendiendo lo mío, aunque mi paciente ya había iniciado una serie de repetidas proclamas:”¡Chochito feliz, chochito feliz! Mayako chochito feliz”, me dijo mirándome como si fuera a llorar. Lo hizo, pero en la zona donde había estado trabajando a conciencia. Esa confirmación a un trabajo eficiente, se merecía una medalla institucional, pero me conformé con que ella me dejara más empapado que un grifo en mal estado.
La pareja de al lado estaba ahora unida por un abrazo, se besaban como novios primerizos, y sus cuerpos tan húmedos como el césped del parque donde se suelen retozar éstos, no paraban de frotarse entre sí. El juego ahora residía en conseguir que el péndulo de Marc se abriera paso entre un par de colinas coronadas en el centro por dos barrillos gigantes y negros. Esa actividad, le divertía mucho a ella, ya que cuando tenía él su báculo entre ese par de protuberancias, Laura las apretaba como si quisiera que de ellas estallara un líquido corrosivo, ahogando la parte de mi amigo.
Quedaban pocos minutos para que todo terminara, y mi jícara con el pedido todavía yacía intacta. Como hombre cuyas vivencias en las relaciones de pareja habían sido poco prolíficas, y tras haber superado con éxito la prueba del “anilingus”, creí que el espectáculo debía terminar precisamente ahí, ¡en su culo! Volví a girarla moviéndola como si tuviera ruedas. Era increíble cómo se dejaba manejar aquella muchacha, un maniquí hubiera ofrecido mayor resistencia; además, leía mi pensamiento antes que mis propias órdenes llegaran a mi cerebro. Sin que yo llegara a hablar, salivándose sus tres dedos centrales de su mano izquierda, se los introdujo sin remilgos en su ano. Tras unos cuantos ejercicios para dilatar ese esfínter, ella volvió a mostrarme esa madriguera, ahora enrojecida. Me puse una protección, y con el temblor dudoso de un neófito, dirigí mi dardo hacia el centro de la diana. A medida que iba entrando en ese particular garaje para penes atrevidos, la sofocante temperatura anal me hizo ver que aquella aventura sería de corta durada. Las exclamaciones de Mayako, alentándome a que siguiera profundizando, aún me exaltaron más. Por añadidura, nuestros tórtolos vecinos, no podían evitar el desenfreno, y entre alaridos, Marc embadurnó los labios, la frente y la mejilla de Laura como un tubo de pasta de dientes que alguien ha aplastado con un puñetazo. No podía contenerme demasiado tiempo ya, ver como esa felina se lamía como los golosas se hacen con el bote de leche condensada y lo rebañan hasta que sólo se escucha el roce de la cuchara con el metal, me superaba. Además, por la escalera que teníamos a nuestras espaldas, bajaba en silencio una pareja de unos cuarenta y cinco años. Ambos nos miraron, ella pareció comentarle algo a su acompañante, pero con sigilo, marcharon del establecimiento acompañados de Celia, que con mucha prudencia, volvió a desaparecer de la sala. “Culito feliz, culito feliz”, no sé si esa mujer que tenía ensartada por detrás como si fuera una banderilla de encurtidos fingía, o era franca. De ser así, pocas personas deben de haber en el planeta tan contentas con cada parte de su cuerpo. El final de Marc, los convidados de piedra que nos habían contemplado impávidos, y estar poseyendo por ese angosto hoyo, a una exótica mujer como Mayako, hicieron el resto. Tras un par de movimentos más de perforadora petrolífera, grité echando la cabeza hacia atrás, como si me hubieran marcado un gol en el tiempo de descuento. La furia en mi voz era el pitido final de nuestra contienda. Ellas, se despidieron de nosotros tras darnos dos cándidos besos maternales, y desnudas, siguieron el camino que conducía a las dependencias interiores de la cafetería. No podíamos hablar, nos adecentamos un poco, y satisfechos por lo vivido, con las camisas medio abrochadas aún, terminamos la tarde como correspondía, bebiéndonos esas dos tazas de chocolate.
FIN
ELKA, O EL AMOR TENÍA UN PRECIO
Seudónimo: Gustavo Abidal
Hace unos años, después de una de esas relaciones largas que al final se quedan en nada y varias otras mucho más cortas pero igualmente infructuosas que vinieron a continuación, en parte empujado por el aburrimiento y en parte por la curiosidad, decidí un día sumarme a la corriente de los tiempos y probar fortuna en uno de esos portales de Internet que se dedican a facilitar los encuentros románticos.
Al principio la cosa no fue mal, he de reconocer que en algún momento hasta me pareció excitante. No tardé en establecer contacto con un buen número de mujeres que, como yo, parecían dispuestas a pasar lo más discretamente posible por encima de todos esos tediosos prolegómenos de las relaciones convencionales e ir directamente al grano. Con algunas no fue posible ir más lejos, sin embargo, es decir que no hubo “feeling”, como se decía en el argot creado al efecto por los usuarios del portal y que, en resumidas cuentas, no era más que la expresión posmoderna de lo que toda la vida se ha conocido como “mutua atracción física”. Con otras, por el contrario, resultó inusitadamente fácil alcanzar los objetivos que, de forma declarada o no, perseguíamos en realidad todos los integrantes de aquel ligódromo virtual. Y con no pocas de ellas, por cierto, a la primera cita, lo que venía a sumarle al sexo así resultante el estímulo de ver cumplida una fantasía casi universal: la de encamarse a las primeras de cambio con alguien que, a la postre, no era más que una perfecta desconocida.
Pero esa excitación inicial comenzó pronto a diluirse con la costumbre. Al cabo de unos cuantos encuentros todo volvía a ser como lo ya conocido, como esas otras relaciones anteriores que al final se habían quedado en nada: salíamos, íbamos a cenar, tomábamos una copa… y a casa a follar. Si por consideración mal entendida o simple desidia la relación se prolongaba más de la cuenta, entonces esa enumeración de actividades sociorománticas acababa por menguar irremisiblemente por uno de sus extremos: o bien íbamos a follar y con eso nos dábamos ya por comidos, o bien salíamos a cenar y luego si te he visto no me acuerdo.
Seguí conectándome al portal por algún tiempo obedeciendo a esa misma costumbre, aunque cada vez con más indiferencia y menos asiduidad. Entraba, contestaba sin demasiado esmero los mensajes de mi buzón (cuando los había, también estos comenzaron a menguar alarmantemente), intercambiaba en el chat alguna gracia manida con la posible candidata de turno y, si se terciaba, ya más por inercia que por voluntad, volvía a repetir cansinamente el ciclo conocido, sin otra variación que el progresivo desplazamiento de las actividades gastronómicas en beneficio de las puramente sexuales. Un día dejé de contestar los ya escasísimos mensajes que me llegaban con cuentagotas y, al poco, vencido por el hastío, ya ni me molestaba en leerlos. Cuando llegó el de Elka, yo ya no era más que un simple mirón virtual cuya presencia en aquel lugar de encuentros románticos había tocado a su fin. No sé por qué cambié de opinión y decidí quedarme a conocerla.
O a lo mejor sí lo sé. El nombre. En un mundo dominado por la vertiente más utilitaria de los sentidos, es difícil sustraerse al poder de evocación que todavía tienen los nombres: Casimiro Hinojosa Carvajal, administración de fincas; Pepe Luis Ortega, toreo; Miguel Fernández Revilla, farmacia; Elka, sexo nórdico inolvidable. O sea, que sé que no me habría inmutado ante una Rosario o a una Asunción o a una Almudena, o una de las infinitas Marías o Saras o Conchitas o Raqueles… pero ¿cómo resistirse a leer el mensaje de una Elka con su implícita sugerencia de placer perdurable y hasta puede que escandinavo?
Así que no me resistí y lo leí. Era un mensaje extenso escrito en un inglés chapucero casi ininteligible, lo que, sumado a mi rudimentario conocimiento de tal idioma, hizo que tuviera que repetir la lectura varias veces, rellenando a base de mucho diccionario y no poca imaginación las numerosas lagunas que a menudo creaban en mi entendimiento su lengua de trapo y mi ignorancia. Se presentaba diciendo que Elka era su nombre real, no un nick, algo que, por las razones antedichas, me resultó altamente estimulante. Agregaba a continuación que era una admiradora entusiasta de mi país y de mis paisanos, de los cuales destacaba (cito textualmente) “deir wanderful comidas and corridas”. Aclaraba que estas dos últimas palabras eran de las pocas que conocía en mi lengua, la cual -añadía para mi general estremecimiento, porque en lugar de “language”, que, en efecto, significa lengua o idioma, escribía “tongue”, que, según mi diccionario, por lo general sólo significa lo primero- esperaba conocer algún día “veri veri deeply”, o sea, “muy muy profundamente”. Pasaba entonces a enumerar las razones por las que se había decidido a escribirme después de visitar mi perfil en el portal (no entendí ninguna de ellas, ni creo que las habría entendido aunque hubieran sido escritas en roman paladino, porque mi perfil estaba sustancialmente falseado) y terminaba animándome a hacer lo propio con el suyo y escribirla asimismo en el caso de que yo pensara que “eso pudiera darme placer” (“if yu think dat woud give yu pleasure”).
Lo visité a la velocidad del rayo. Decía tener 30 años, estar divorciada y ser báltica, no escandinava, un ligero contratiempo del que me recuperé rápidamente al examinar las fotos que acompañaban el perfil. Era una mujer estilizada de delicados ojos azules y pelo rubio natural muy claro, tirando a pajizo; en una de las fotos se la veía caminando descalza junto al mar con un vestido corto playero que la brisa levantaba generosamente dejando al descubierto unas piernas simplemente esculturales. Me apresuré a contestar su mensaje.
La contestación a mi contestación me llegó en menos de una hora, y la subsiguiente mía le llegó a ella dos minutos después de la suya. Se sucedieron luego con inusitada presteza las terceras, cuartas y quintas generaciones de contestaciones. Hacia la sexta nos intercambiamos direcciones de correo electrónico y de MSN.
En la primera semana de chateo a través del messenger nos declaramos amor eterno, y antes de que finalizara la segunda ya nos habíamos comprometido firmemente a materializar de forma inmediata y a cualquier a precio ese arrebatador y mútuo impulso nuestro. Lamentablemente, a ella le resultaba imposible desplazarse a mi ciudad en aquellos momentos debido a ciertos compromisos laborales inaplazables, de modo que quedó decidido que sería yo quien iría a visitarla sin más demora.
Dada la premura de la situación, sólo pude conseguir billete de avión en la clase preferente, un gasto ciertamente excesivo que, no obstante, esperaba compensar con el ahorro del alojamiento gratuito y previsiblemente muy completo (se me erizaba la piel de sólo pensarlo) que ella habría de proporcionarme en su propia casa durante la -a buen seguro- larga e inolvidable semana de mi visita. Era una circunstancia que ella había obviado delicadamente durante nuestras conversaciones virtuales e incluso en el par de telefónicas que tuvimos el día antes de mi partida, pero que, claro está, se daba por supuesto de forma tácita.
La noche anterior a mi salida no pude pegar ojo. En cierta medida por los nervios lógicos de la situación, pero en una medida mucho mayor (pido perdón si suena un poco grosero) por la rampante erección nocturna que me sobrevino y que tuve que soportar sin poder echar mano de alivio alguno a causa del voto de castidad que ella me había obligado a tomar unos días antes. (“Quiero que te contengas. Me gusta sentir a los hombres muy muy enteros, y así es como quiero que llegues a mí, tú ya me entiendes”, me había escrito en su habitual inglés macarrónico que, esta vez, como ella daba acertadamente por hecho, entendí a la primera sin necesidad de usar ni la imaginación ni el diccionario). Una erección que, con el paso de las horas (y el constante recuerdo de esas palabras de Elka, a pesar de mis desesperados esfuerzos por pensar en otra cosa), acabó por ascender hasta la categoría de puro priapismo y venirse conmigo a la mañana siguiente al aeropuerto, pasar conmigo los sucesivos controles de pasaportes y equipajes, y conmigo volar hacia nuestro presumible destino pacificador, algo que, por cierto, no le pasó desapercibido a una de las azafatas de la comfortable y exageradamente costosa clase preferente, una morenita menuda de ojos chispeantes que se desvivió en atendernos durante todo el vuelo con una actitud entre escandalizada y divertida.
Cuando aterrizamos, mi compañero de viaje pareció achicarse un poco, y cuando, tras los pertinentes trámites aduaneros y la recogida del equipaje, por fin alcanzamos la sala de llegadas del aeropuerto, noté que se había esfumado por completo, así que tuve que hacerme cargo yo solo de la tarea de localizar una melena rubia tirando a pajiza entre el nutrido grupo de rostros sonrientes que había frente a mí.
No la vi. O para ser más exactos: vi muchas melenas rubias tirando a pajizas, pero no una que coronara el bello rostro de mi princesa báltica. Eché un segundo vistazo, y luego un tercero y un cuarto. Caminé hasta el final de la sala y luego volví sobre mis pasos tratando de hacerme notar. Pero nada.
Encendí el móvil y me dispuse a llamarla. Seguro que en aquel preciso momento ella estaba haciendo lo mismo en alguna otra sala del aeropuerto en la que me esperaba equivocadamente (esos malditos paneles informativos, siempre tan poco fiables…), dominada por la ansiedad y la alarma de no verme, la pobre; o a lo mejor incluso a tan sólo unos pasos de distancia y, con los nervios y la excitación, no acertábamos a vernos el uno al otro… ¡Cómo nos reiríamos juntos de esta pequeña anécdota más tarde, descansando abrazados y exhaustos bajo las sábanas!
La pantalla del móvil mostraba un circulito giratorio con un mensaje debajo: “Buscando Red Internacional”. Me puse nervioso: navegué por el menú; presioné varias teclas torpemente; se apagó el móvil. Volví a encenderlo, esperé unos segundos: “Buscando Red Internacional”. Vi un teléfono público y me dirigí a él. No tenía monedas locales, así que tuve que usar una tarjeta de crédito. La pasé varias veces por el lector de bandas, vi un mensaje que me informaba de un cargo de ochenta nosequés, se cortó la señal. Volví a intentarlo con el mismo resultado, excepto que esta vez el cargo subió a noventa nosequés. Finalmente me dije que estaba perdiendo los papeles sin motivo y que lo que tenía que hacer era calmarme y sentarme a esperar la llegada de la dichosa señal internacional o la de Elka, lo que aconteciera primero. Después de todo la situación no era tan inusitada: el tráfico, una reunión de trabajo que se prolonga más de lo previsto, una repentina urgencia intestinal… que sé yo.
Así estuve sus buenos quince minutos de reloj, transcurridos los cuales comencé a preocuparme de verdad. Sopesé primero las posibilidades más favorables: un accidente en la autopista, el coche inmovilizado, mi teléfono que da señal de desconectado, Elka desesperada sin saber qué hacer…; un desafortunado tropiezo al bajar las escaleras (Elka nerviosíma con la excitación de mi llegada), tobillo roto, urgencias de hospital… Pero a medida que pasaba el tiempo empecé a considerar también las contingencias más pesimistas: una broma, una pesada broma báltica; Elka no existe, puede que ni siquiera tenga el pelo rubio tirando a pajizo, puede que…
No pude terminar, me interrumpió un pitido de mi móvil anunciándome que por fin había encontrado la escurridiza Red Internacional. Casi al mismo tiempo me llegó un mensaje: era de la compañía telefónica anunciándome sus nuevas tarifas europeas. Y a continuación otro: era de la misma compañía informándome de sus convenientes rebajas para llamadas nocturnas. Y todavía un tercero: era de Elka.
Me decía que algo terrible había pasado, que le habían informado en el trabajo a ultimísima hora de que tenía que desplazarse fuera de la ciudad hasta el día siguiente, que no tenía posibilidad de elección, que era un asunto muy importante y de mucho dinero, que ya me contaría, mi amor, que había intentado llamarme sin éxito, pero que no me preocupara, cariño mío, que nos veríamos pronto y que su íntima amiga Bertha iría a buscarme al aeropuerto, que llevaría un cartel con mi nombre para que pudiera reconocerla y que se ocuparía de atenderme hasta su vuelta como si fuera ella misma, Elka.
Sólo en ese momento reparé en la figura esbelta de una chica morena de nariz respingona y grandes ojos claros que, como yo, parecía llevar esperando un buen rato. Fijándome un poco más, me di cuenta de que llevaba un cartel con mi nombre escrito en grandes caracteres rojos. Me acerqué a ella y pronuncié su nombre entre interrogaciones; ella contestó haciendo lo mismo con el mío. Ambos asentimos, nos reímos nerviosamente y nos dimos la mano y las pertinentes explicaciones. Hablaba un inglés tan espantoso como el de Elka (¿será cosa del clima?), pero conseguí entenderla en lo esencial. Me repitió más o menos lo que ya sabía por el mensaje, añadiendo que ella, Elka, le había encargado que me llevara a un hotel y que se me sacara a cenar esa noche, lo cual ella, Bertha, estaba dispuesta a hacer con muchísimo gusto. Concluyó que Elka estaba ahora en una reunión de trabajo importantísima y, lamentablemente, ni podía llamar ni se la podía llamar, pero que se pondría en contacto conmigo tan pronto terminara dicha reunión.
Camino del hotel, en el coche de Bertha, noté que mi desaparecido compañero de viaje había regresado subrepticiamente, aunque no ya en su forma priápica y ni tan siquiera en la eréctil, sino en la suya habitual, más bien modesta y no precisamente como para tirar cohetes. Fue él precisamente el que me obligó a fijarme en las delgadas y armoniosas rodillas de Bertha, que oscilaban graciosamente al compás de los cambios de marchas enfundadas en sus finas medias de seda. Y fue él también quien, cuando llegamos al hotel, mientras yo sujetaba caballerosamente la puerta principal para dejarla pasar a ella primero, me dio un codazo malicioso para que no me perdiera el espectáculo casi imperial de sus vistas posteriores.
Un espectáculo, por cierto, que no sólo hacía juego con el nombre del hotel, sino también con sus precios, que se disparaban a varios cientos de nosequés por noche. Yo contraté inicialmente un par de ellas para cubrir cualquier eventualidad y quedé en avisar más adelante en el prácticamente desdeñable caso de que tuviera que prolongar mi estancia. Así que la broma me iba a salir por varios cientos de nosequés multiplicados por dos más los impuestos correspondientes; pero la verdad es que, cuando vi la habitación, me pareció que el precio iba a merecer la pena. Tenía todas las comodidades imaginables, sauna y jacuzzi incluidos. Bertha, fiel a su cometido, subió conmigo para cerciorarse de que todo estaba en orden. Revisó el minibar, limpió una manchita del espejo de cuerpo entero que había frente a la cama (aprovechó para arreglarse la falda), comprobó el estado de las sábanas y se aseguró de que las toallas y demás aparejos de aseo estaban todos en su sitio. Mientras estaba en el cuarto de baño se agachó un momento para recoger algo del suelo que debía parecerle inapropiado, y por un segundo pude ver el superferolítico pico de un tanga rosado. Mi compañero de viaje pegó un salto.
Una vez acabado su cometido, me dijo en su inglés deslavazado que tenía que marcharse, pero que vendría a recogerme en unas horas para enseñarme un poco de la ciudad y luego llevarme a cenar. Le dije que muy bien en mi inglés elemental, que así podría descansar un poco porque no había dormido mucho (no sabía cómo decir “no pegar ojo” en inglés) la noche anterior y que, ya de paso, podría bajar a Recepción para cambiar algo de dinero porque sólo tenía euros. Se alarmó muchísimo de repente y me dijo (o me pareció entender a mí) que ni se me ocurriese, que en los hoteles eran todos unos ladrones y que me darían un cambio pésimo; que, si me parecía bien, ella no tendría ningún inconveniente en ir al banco antes de que cerrasen (le venía de paso, y de hecho ella tenía que sacar algo de dinero también) y cambiarlo en forma mucho más ventajosa. Le dije que me parecía bien. Saqué de la cartera dos billetes de quinientos y se los di. Ella se los metió en el bolso con un movimiento rápido, casi descuidado, y se despidió alegremente tirándome un beso desde la puerta.
Cuando me quedé solo me tumbé en la cama y quise ponerme a pensar en Elka y en la extraña situación en que nos encontrábamos, pero mi compañero de viaje no dejó de insistir en recordarme aquella fugitiva imagen del tanga rosado de Bertha. No podía quitársela de la cabeza, el voto de castidad lo tenía trastornado: estaba erectilizado. Traté de razonar con él, le recordé el mandato de Elka (Quiero que te contengas… Me gusta sentir a los hombres muy enteros… tú ya me entiendes), lo que no hizo sino empeorar las cosas: se empriapó. Le rogué, le supliqué que se calmara. Tuvimos un tira y afloja, discutimos, casi llegamos a las manos. Le sugerí, con lágrimas en los ojos, la posibilidad de una ducha fría para que se relajara. Me pareció que a él también se le escapaban unas lágrimas. No pude resistirlo más: fui hacia él, lo abracé y… Y si no fuera porque en aquel preciso momento alguien se puso a aporrear frenéticamente la puerta de la habitación, seguro que ahora no tendría historia que contar.
Me levanté a duras penas y fui a abrirla ligeramente encorvado, en la esperanza de que mi compañero de viaje no llamara demasiado la atención. Era Bertha, muy agitada, casi histérica. Entró como una exhalación hablando desatadamente en lo que deduje que debía ser su lengua nativa o, si no, una trágica y definitiva degradación de su zarrapastroso inglés. Dio un par de vueltas por la habitación sin dejar de chamullar y luego se fue directamente a la cama, se sentó y se echó a llorar como una Magdalena.
Cerré la puerta y fui a sentarme junto a ella un poquito más encorvado que antes, pasito a pasito: parecía el Jorobado de Notre Dame. Entre los sollozos y el criptográfico idioma (cualquiera que fuese) no conseguía enterarme de nada. O tal vez fuera culpa mía por andar prestándole más atención a la forma que al contenido: llevaba un vestido negro muy ceñido con unos finos tirantes que demarcaban un generoso escote, y, desde mi privilegiada posición, casi pegado a ella, podía ver perfectamente el arranque de unos senos perfectos -ni muy grandes ni muy pequeños- y las sedosas rodillas de antes (más armoniosas ahora, si cabe, gracias al estilizamiento extra de los zapatos de tacón) acompañadas esta vez de sus respectivos y bellísimos muslos. Tuve que fingir que me quitaba una mota de los zapatos para no delatar la presencia del priápico.
Pareció serenerarse un poco con ese gesto mío (me dio la impresión de que algo sorprendida por la exhibición de frivolidad que era yo capaz de mostrar en momentos tan dramáticos), gracias a lo cual pude por fin empezar a entender las graves dimensiones del problema, que, en síntesis, venía a ser el siguiente: había ido al banco, había cambiado mi dinero, había sacado algo del suyo, había vuelto a casa, se había cambiado ella (como el dinero), se había encaminado a hacer unas urgentes e ineludibles transacciones o compras o pagos (no pillé bien esa parte) antes de venir a recogerme, había echado mano al bolso, había descubierto con espanto que el dinero ya no estaba allí, había regresado a casa corriendo y había comprobado con más espanto aún que tampoco estaba allí: algún carterista hábil se lo había robado a la salida del banco, seguro, abundan estos días. Y se puso a llorar desconsoladamente de nuevo, pero esta vez apoyando su cabezita morena en mi hombro izquierdo, lo que alineaba sus grandes y llorosos ojitos claros exactamente con la perpendicular imaginaria que iba desde la cabeza del priápico hasta la terraza del hotel pasando estrepitósamente por el techo de la habitación, engorrosísima disposición geométrica que me vi obligado a disolver echando el cuerpo hacia delante ostentosamente.
La pobre Bertha interpretó el patetismo de la figura así resultante (codos apoyados en las rodillas, cabeza entre las manos, ojos llorosos) como un acto de desesperación económica por mi parte, y se apresuró a jurarme y perjurarme que no me preocupara, que, naturalmente, me reintegraría el dinero a la mayor brevedad posible, aunque la verdad es que en aquellos momentos no andaba muy boyante precisamente, dios mío, qué calamidad. Y se puso a llorar un poco más.
Mil euros son una barbaridad de nosequés, vive Dios, pero juro por lo más sagrado que en aquellos momentos yo habría dado gustosamente otros mil por diez minutos de privacidad, cinco si se me apura un poco, así que balbucí que no tenía ninguna importancia, de verdad, que precisamente me había traído metálico en exceso para cubrir cualquier eventualidad, que el dinero no es nada en la vida, mira, aquí tienes otros quinientos para que hagas tus pagos o compras o transacciones ineludibles y urgentes, ya me lo devolverás; tengo que ir al cuarto de baño…
Dejó de llorar. Me miró. Me abrazó dulcemente. Me besó en los labios.
No he estado en el cielo. Nunca he probado las drogas duras. No sé si la felicidad existe. Así que lo que he de narrar a continuación debe entenderse en sus justos términos: no tengo con qué compararlo. La besé yo también. La besé en los labios, en la nariz respingona, en los ojos claros. Nos levantamos de la cama sin dejar de abrazarnos y giramos torpemente por la habitación en un baile improvisado que parecía más una pelea callejera. La empujé sin dejar de besarla contra la pared, contra la televisión, contra el minibar, contra el espejo de cuerpo entero. Vi allí el otro lado de nuestro abrazo, sus imperiales vistas posteriores, mi rostro desencajado entre sus pechos ocultos… (“¡¡El tanga, el tanga!!”, chillaba fuera de sí el priápico). Vi una mano mía alzándole por detrás el ceñido vestido negro y la otra acariciando el tanga y sus alrededores. La vi a ella girarse sin dejar de besarme, vi sus pechos desnudos al revés (el derecho a la izquierda, y viceversa), vi sus medias negras sujetas con liguero, vi el tanga por delante (se había vuelto azul, pero daba igual). Vi una de sus manos bajar por mi cuerpo y detenerse en la bragueta de mis pantalones… Vi a Bertha besando al priápico.
Sé cómo ser un buen amante, sé que en ocasiones así hay que imponer un “tempo”, seguir un ritmo, no ofuscarse… Pero no pude, yo ya había traspasado todos los límites. La llevé hasta la cama de nuevo, la tumbé. Su ceñido vestido negro quedó arremangado en la cintura, el sujetador bajo sus pechos perfectos –ni grandes ni pequeños-, las medias y el tanga en su sitio. Me detuve un segundo a contemplarla, consciente de que podía estar ante una de las visiones más trascendentales de mi vida. Ella me miró también, con una levísima sonrisa que era la perfecta representación de la lascivia, y luego, en el más electrizante truco de magia que me haya sido nunca dado presenciar, bajó lentamente por su cuerpo la misma mano que poco antes había estado acariciando al priápico y la hizo desaparecer bajo el tanga.
La penetré. La penetré como si se acabará de inventar el sexo, como si el mundo estuviera recién creado y sobre mi miembro recayera la tarea de poblarlo; como si de él dependiera la historia de la especie: los Mitos, la Religión, la Filosofía, la Ciencia; como si fuera el único pene del Universo y la Naturaleza no tuviera nadie más en quien depositar su ciego instinto reproductor… Juro que vi arcángeles celestiales sonriéndome, que oí música superior a cualquiera de la hasta ahora imaginada, que resolví mentalmente indisolubles problemas matemáticos, que hallé la cura de todas las enfermedades y que, cuando llegó la explosión final, estuve a punto de echarme a llorar desconsoladamente yo también, como si me hubieran robado mil euros a la salida de un banco.
Eché una rápida ojeada al cabo de un rato para evaluar los daños de la tormenta. El ex-priápico se había desmayado y Bertha dormitaba tranquila y espléndida en su desnudez. La ruptura del voto de censura trajo consigo el regreso de viejas luces. Estaba claro: Elka no existía, no había existido nunca, y además no tenía el pelo rubio pajizo sino moreno. Elka era Bertha. ¿Por qué se había montado toda esta historia? Ni idea. La verdad es que, a la vista de los resultados, tampoco me importaba mucho. Al menos ahora ya no tendría que preocuparme por esconder los restos de la tormenta.
Y entonces sonó el teléfono. Reconocí su estropajoso inglés de inmediato: era Elka. Estaba excitadísima por poder hablar conmigo al fin, mi amor, cuánto sentía no haberlo podido hacer antes, no me lo podía ni imaginar, me pedía mil perdones. Estaba en un descanso de su importante trabajo inesperado y no tenía mucho tiempo para hablar, pero volvería a llamarme más tarde y, además, nos íbamos a ver muy pronto porque pensaba ir directamente al hotel, cariño mío, sin pasar por casa primero, no podía resistir más sin verme. Pero antes de colgar quería saber si lo estaba pasando bien, si Bertha se estaba ocupando de mí. Le dije que sí, que no ahora, pero que hace un rato precisamente habíamos estado bastante ocupados, y, no sé por qué, añadí estúpidamente un “a ver si luego te vas a poner celosa”. Elka se rió alegremente y dijo que no, que Bertha era una workoholic que se pasaba todo el día trabajando y no tenía tiempo para “esas cosas”, que precisamente ella misma había intentado muchas veces presentarle a algún hombre y no había manera, ella siempre se negaba. Le pregunté a qué se dedicaba y me dijo que no estaba segura, que era una public relations o algo así y que, como no paraba de trabajar, ganaba muchísimo dinero, y añadió que tenía que colgar, que ya la estaban llamando. Sólo me dio tiempo a hacerle una última pregunta: “¿Cuanto tiempo hace que la conoces?” “Seis meses”, me dijo, “es mi mejor amiga, de toda confianza… Por eso le he pedido este favor… No me fiaría de otra sabiendo cómo sois los latinos…”, añadió riéndose todavía más alegremente, y, antes de que colgara, todavía me dio tiempo a oírla decir: “Y además es lesbiana”.
Bertha estaba despierta mirándome. Le vi la misma levísima sonrisa de antes. Me levanté, busqué la cartera, saqué otro billete de quinientos, regresé a la cama, lo dejé caer encima de la almohada y, en mi mejor idioma latino, le dije: “chúpamela”.
Fue el mejor francés de mi vida. Mi miembro entraba y salía por sus labios sin que ella dejara de exhibir la misma leve sonrisa de antes, pero esta vez en sus ojos claros, que se clavaron en los míos. Cuando estaba a punto de estallar, se detuvo un momento y, sin dejar de mirarme, me dijo: “I want to know the taste or your semen”. Exploté allí mismo, en los dos lugares de su levísima sonrisa, en su nariz respingona, en su pelo moreno.
Luego, en el transcurso de aquella noche epifánica experimenté también, en este mismo orden, el segundo mejor polvo de mi vida (quinientos), el mejor griego de mi vida (quinientos) y, ya al amanecer, la mejor paja de mi vida (ésta ya de propina porque se habían agotado las existencias), tras la cual me levanté, me vestí sin pasar por la ducha (conozco un tipo, capitán de barco y guarro como él solo, que hasta lo recomienda), recogí mis cosas y me fui sin hacer ruido para no despertar a la workoholic Bertha, que descansaba feliz y satisfecha.
En Recepción pagué la cuenta con la tarjeta de crédito (los dos días: lo sentimos, caballero, política del Hotel Imperial), cambié un billete de cien que me había guardado de reserva (me dieron poquísimos nosequés; Bertha tenía razón, eran unos ladrones), pedí un taxi y me fui derecho al aeropuerto (en el trayecto nos cruzamos con otro taxi que se dirigía al hotel y en el que me pareció distinguir una melana rubia tirando a pajiza, lo que me hizo pensar por última vez en Bertha con una sonrisa menos leve que la suya), donde, tras pagar la correspondiente exagerada penalización de la clase preferente, me embarqué de vuelta a casa en el primer avión disponible.
De modo que nunca llegué a conocer a Elka, y, sin embargo, mi relación con ella fue la primera de mi vida que al final no se quedó en nada. Porque gracias a ella comprendí finalmente que las cosas más exquisitas de este mundo tienen un precio: las clases preferentes de los aviones, los teléfonos bálticos, los hoteles imperiales y, cómo no, el amor. No he vuelto a saber nada de ella, ni creo que vuelva nunca más a saber; pero sí he vuelto a ver a Bertha muchas veces. No con el mismo nombre, claro está, ni con el mismo pelo moreno o los mismos grandes ojos claros; pero es siempre ella, siempre con su tanga irresistible y su levísima sonrisa. Me he aficionado tanto a ella, que ultimamente hasta me ha dado por apuntarme a un foro a través del cual se pueden conocer mujeres con su mismo valor, si no más, aunque no con su mismo precio, afortunadamente... Pero esa es ya otra historia que dejo para otro momento.