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					¿Pero dónde está Harris? V
				
					
						
							Bertram despertó con sobresalto en un espléndido salón donde  se estaba sirviendo la cena. Por primera vez desde que había sido  apresado, conocía una parte de la nave donde no reinaban las tinieblas, y  el lujo y la limpieza eran destacables. Una mesa rectangular, que podría  albergar a unos veinte comensales, tenía colocada en el centro un  sinfín de bandejas con comida. Un par de soperas de plata les  acompañaban, así como jarras con agua, y unas especies de floreros, de  boca más ancha, que imitando ser unos decantadores cuyos cristales  sudaban, contenían vino rosado, blanco y tinto. El aroma a marisco  predominaba, y conjugaba a la perfección con la exquisitez de la  mantelería, la vidriera lumínica de tonos verdes y rojos, con motivos  marinos que había en una de las paredes del fondo, la música clásica que  se filtraba por megafonía, y las sillas al estilo Luis XVI, tapizadas  con una tela de terciopelo beige con flores bordadas. Se sentía invitado  en la recepción de una embajada. Miró sus pies desnudos. No estaba  acorde con el paisaje, era una nota discordante, pero comprobar la  manera como su apresor, Felton, cenaba, le eximió de culpa. No era  precisamente un hedonista. Con un tenedor de una navaja multiusos, había  pinchado una langosta desproporcionada, de carne blanca y rosada, que  embadurnó bañándola con mayonesa que vertió de una salsera que parecía  una lámpara mágica. Comiendo con las manos, (pues el uso del cubierto  albergaba demasiada complejidad), la hizo desaparecer en segundos como  si fuera una chocolatina. Sus carrillos se ensanchaban tal y como lo  hacen los de un trompetista cuando toca notas agudas. Evitó seguir  mirándolo. Era vergonzante y desagradable observar a ese hombre en la  mesa. Un tintineo hizo que su atención se centrara en el techo. Una  lámpara de araña había oscilado ligeramente, al igual que la mesa.  Siguió contemplando el lugar que destilaba cierta majestuosidad. Las  maderas del dintel de la entrada, y las que adornaban el peinazo del  techo, estaban relucientes, recién barnizadas. Arbogas que no había  olvidado todavía la pestilencia y la humareda verde del polvorín, creía  tener pegado a sus fosas nasales esos matices. Despejó sus temores. La  cuchipanda de pescados braseados era un excelso aroma que respirar. La  música que se colaban por los megáfonos ubicados en las esquinas de las  paredes, bajó de volumen. Las  dos puertas blancas, con ribetes dorados,  la custodiaban dos marineros dispuestos con una barra de acero en la  mano, y una cimitarra que sobresalía de su cinturón. Sus brazos no eran  vigorosos, y su aspecto desanimado, no infundía temor, pero esas armas  disuadían al detective de intenter alguna treta. Mientras seguía la  observación del comedor, buscando algún detalle que fuera de ayuda para  perpretar una futura fuga, le sorprendió el sobresalto de alguien que se  abalanzaba sobre él. Unos brazos femeninos le rodearon el cuello y su  mejilla fue besada antes de escuchar un enternecedor "¡darling!" entre  gimoteos.
 -Calcurnia...¿también aquí? -la japonesa tomó asiento a su  lado conteniendo la emoción, que se había desbocado al reencontrarlo. No  era mujer dada a los histerismos, y a Arbogas le afectó saber que esos  truhanes también la habían hecho rehén. No soportaba ver sufrir a una  mujer, y menos a ella, por la que gozaba de una especial debilidad-.  ¿Estás bien? ¿Qué te han hecho? -su cara estaba pálida, su pelo  desarreglado y la camisa tintada con sudor. Estaba débil y hablaba con  dificultad.
 -Me tenían en un calabozo. Me drogaron. Pusieron algo en  la cantimplora -se masajeó la frente. Le dolía la cabeza como si hubiera  asistido a un concierto de tambores. Al despejar sus manos de la cara, y  dar un rodeo visual al salón, como si su pandero tuviera adosados unos  muelles, se levantó, con una respiración disparada, tanto como sus ojos,  que luchaban por saltar de sus cuencas. Armó su brazo derecho y señaló  una de las esquinas de la mesa-.¡Es él! ¡Está allí! -Arbogas hizo que su  amiga se calmara y tomara de nuevo asiento.
 -Es el tipo del  polvorín, el chiflado de Rextor -éste, comía agazapado, curvando de  forma grotesca su espalda. Seguía ataviado con el gorro de aviador,  mientras sorbía una sopa. Antes de tomar cada cucharada, primero ladeaba  la cabeza a ambos lados, para luego examinar el contenido del cubierto.  Su pulso temblaba cayendo de nuevo casi todo el contenido en el plato.  Víctima de alguna de sus particulares locuras, sería capaz de pasarse  así toda la noche, pues si alguien le miraba, disimulaba abortando la  acción de tomar la sopa.
 -A mí me dio otro nombre, pero es él, el falso médico que luego fue vendedor de quesos.
 -¿Te  refieres al individuo que importaba "emmental" de contrabando? ¿Tu  enemigo acérrimo? No, este tipo también es servil, y con la brújula  imantada, pero éste parece más alto. ¿Qué haría él en un barco? Rextor  es una especie de artillero, especializado en mezclar explosivos y  tabaco, y un firme defensor de las sustancias estupefacientes -Calcurnia  le mostró el pedazo de colilla que había guardado en su bolsillo.  Seguía apestando a pesar de su pequeñez y estar apagada-. Él y sus vicios  son insoportables. Su cabeza se ha convertido en un cubo de "Rubick".  Cambia de personalidad a cada frase que escucha. Es fantasioso y  peligroso.
 -Quería atacarme -Bertram, pasó de relajado a indignado.  Sus morros se apretaron y su nariz se ensanchó. Le habría arrebatado la  fregona al anciano marinero que baldeaba el comedor, para morder su  punta de rabia. Su cara había enrojecido como si una estilista le  hubiera untado los algodones de maquillaje en un barril de pimentón.
 -¿Te  tocó? ¿Osó mancillarte? -Calcurnia negó con la cabeza y se volvieron a  abrazar. Era agradable estar en contacto con alguien que no daba órdenes  en forma imperativa, no amenazaba o estaba tan díscolo como Rextor, que  proseguía haciendo bailar su mirada, oteando con descarada desconfianza  al resto de comensales. La música de fondo que amenizaba la velada  cesó, para dejar paso a una voz firme, grave, condimentada con tintes de  impertinencia, que condenaba las maneras cariñosas de Kobayashi y  Arbogas.
 -¡Qué imagen tan cándida! Arbogas y la señorita peleona,  unidos por el destino, compartiendo mesa y crucero. Déjense de  carantoñas y coman. Háganlo. Degusten las mejores cosechas del mar.  Necesitarán fuerzas para hablar. Luego el contramestre Teodorakis les  hará unas preguntas.
 -¿Hablar de qué? ¿Dónde estamos? ¿Quién es?
 -Cada  cosa en su momento detective. Goce de los privilegios que le ofrezco en  esta mesa -uno de los marineros había destapado una tartera donde se  amontonaban una agrupación de huevos duros, que Felton no tardó en  palpar con descaro. Sus toscas manos cazaron al vuelo varias unidades.  Ningún instrumento de cocina de última generación los habría triturado  con tanta eficacia y rapidez como sus dientes. Varios espejos rodeaban  la sala, y desde alguno de ellos eran observados, pues por megafonía,  ese detalle no pasó inadvertido -Me disculpo por los modales del  Sr.Felton. Bruno en realidad es un marmitón, uno de los encargados de  limpiar la cocina, pero es ancho de espalda y sirve para algunos  trabajos. Aunque me han informado que logró cebarse de él con un astuto  zepo -el aludido miró a Arbogas con la boca entreabierta con unos  brotes de ensalada que se asomban entre sus labios. El marinero no había  perdido la lengua en un accidente, pero habitualmente no encontraba  oportuno usarla para comunicarse. Ni siquiera profirió un gruñido de  protesta al escuchar lo que se comentaba de él. Mientras hubiera comida,  el resto le importaba poco. Las puertas se abrieron y un joven bien  alimentado, con andar de osezno, se unió a ellos sin mediar palabra-. El  Sr.Merril, como podrán comprobar por su parecido, es el hermano gemelo  de Bruno -el voraz apetito de ambos era un gen familiar-, Sr Teodorakis,  sirva a nuestros invitados, debo acudir al puente. Que no les falte de  nada. Nos vemos más tarde. Bruno, le necesitan en la sala de máquinas  -el tipo que había estado discutiendo en el despacho con sus dos  subalternos se levantó de la mesa, donde el Felton recién llegado y  Rextor, seguían ajenos a la presencia de los rehenes, con sus  particulares rituales para engullir los alimentos. Los dos vigías no se  movían de la entrada con los barrotes bien amarrados y el viejo que  seguía limpiando, tropezó con uno de los hombros de Merril, que solía  andar en línea recta, sin modificar su paso, y cuya estructura ósea era  pétrea. El veterano grumete se sentó dolorido en una de las sillas,  mientras el contramaestre era ahora el metre de la sala.
 -Es mejor que coman. La travesía puede ser larga.
 -¿Adónde nos dirigimos? ¿Cuántos días llevamos navegando? -inquirió Calcurnia al oficial.
 -No  puedo contestar a esas preguntas. Más tarde quizás sean informados de  algunos detalles -las tripas de Arbogas, que a pesar de ser consolado  por la penosa educación de la tripulación de ese buque, seguía  sintiéndose ridículo y desubicado en un espacio acrisolado, sonaban a  avioneta que se había quedado sin combustible-. Por motivos de seguridad  hemos prescindido de proporcionales cubiertos. Tienen un historial  violento, que no han hecho más que confirmar desde que están hospedados  en nuestra embarcación. Así que tendrán que comer con las manos.
 -¿Ni siquiera un plato?
 -Lamento  que una dama de tan alta alcurnia como usted, señorita Kobayashi, se vea  en una situación tan dramática, pero es necesario para preservar a la  tripulación de imprevistos -sin importarle demasiado lo que contaba con  sorna el contramaestre, Bertram había alcanzado una bandeja con  langostas de concha parda. Partió una y la zambulló en una salsera de  contenido, rojo y aceitoso e imitó a Felton. No tenía su habilidad y  masticaba con la boca cerrada.
 -Está deliciosa, aunque la salsa pica demasiado.
 -¿Y si han narcotizado la comida? Pusieron algo en el agua de mi celda
 -Querida,  de ser así estos hombres estarían tendido en el suelo hace rato -algo  parecido a una lata de refrescos vacía y pisada, sonó enfrente suyo.  Merrill Felton adecentó su aspecto limpiándose los bigotes con el babero  que le colgaba del pecho, y musitó una palabra que supusieron era de  disculpa por dejar que brotara libremente de su garganta, aquel sonido  abrupto fruto de la naturaleza. No era una comida árabe y sobraba el  maleducado detalle del marinero, pero acostaron los remilgos a un lado,  para saciar su apetito. Una sopera con patatas troceadas, cebolla y  tacos de atún, estaba al lado de la fuente de ensalada, pero tomarla sin  cuchara, era complicado a no ser que uno tuviera la pericia de los  gemelos. Calcurnia imitó a su compañero y con bocados tímidos, fue  presentándose ante ese exquisito manjar que era la langosta. Un trueno se  escuchó de fondo y la mesa osciló violentamente hacia un lado. Una  sopera se desparramó y de una bandeja con frutas, saltaron varias  naranjas al suelo. El contramaestre estaba contrariado. El marinero  anciano, que no había probado bocado todavía, en gestos quejumbrosos,  limipió el desorden.
 -El tiempo empeora. Rextor, ¡aquí no! -el  artillero había desenfundado uno de sus famosos cigarros. El jefe no lo  permite. Y quítate eso de la cabeza. Estamos en una mesa -el  contramestre fue respondido con una mirada de reojo por parte de Rextor.  De haber tenido uno de esos sables turcos en su poder, como el de otros  marineros, habrían ajustado las cuentas, pero se limitó a obedecer,  centrándose en las locuras imaginarias que le atormentaban. Otro trueno y  balanceo del barco provocó que los presentes se movieran de sus  asientos. La japonesa, que empezaba a perder el miedo, y a la que las  inclemencias meteorológicas no le preocupaban, le preguntó a Teodorakis  por uno de los platos que no había sido probado por nadie. Felton lo  había descubierto también, y se hizo con una de las piezas de pescado,  que se abría con suma facilidad por su ternura.
 -No estoy seguro, creo que es barracuda.
 -¿Barracudas  en nuestas costas? ¿Cuál es nuestro destino? -antes que el apurado  contramaestre respondiera a Calcurnia, la voz que salía por megafonía  tomó de nuevo las riendas de la conversación.
 -Barracuda al estilo  balinés. Propuesta de uno de nuestros grumetes que trabaja en el puente.  Sencilla receta: ajo, guindilla y media hora de cocción en unas brasas  de leña. Deléitense, no son fáciles de pescar. En Indonesia es un manjar  muy preciado.
 -No puede ser. ¿Tan lejos hemos navegado? ¿Cuántos  días hace que estamos encerrados? -nadie contestó a las inquisitivas  preguntas del detective. Con voraces movimientos de mandíbula, aunque la  carne de esa barracuda se desmoronaba en la boca, Merril, que por la  postura, se asemejaba a un músico tocando una armónica, la hacía puré  tomándola desde la cola, recorriendo de izquierda a derecha todo su  lomo. Su boca circulaba por el pescado imitando el movimiento del  rodillo de una máquina de escribir. La piel estaba algo quemada, y el  crujido que hacía al morderla, junto con el chapoteo que generaba al  masticar y la acumulación de babas y aceite en sus labios, no pasaban  inadvertidos por los dos retenidos, que lo observaban con desprecio.  Teodorakis, que seguía de pie como improvisado anfitrión, se dio cuenta  de que la japonesa escudriñaba con malos ojos a ese glotón sin modales.  Incluso él, que no dejaba de ser un filibustero, se sentía azorado por  el comportamiento en la mesa de algunos de sus subalternos.
 -Su  trabajo requiere de un físico preparado. Tiene buen apetito -añadió el  oficial, acompañando su explicación con una ligera carcajada.
 -Físico  nuclear, no. ¡Dios Santo, parece que no haya comido en días! -Kobayashi  estaba consternada. No eran esas las maneras a las que estaba habituada  a compartir en los prestigiosos clubs, donde residía habitualmente su  vida social. Tras unos minutos de pausa, apurar parte de la langosta que  sobraba, y hacerse con algunos gajos de fruta, un enfrentamiento entre  Arbogas y Merril Felton tuvo lugar. Se había obrado el milagro, y el  mozo de corpachón lozano, además de abrir su boca para comer y escupir,  finalmente hilvanó dos palabras. Su voz no era demasiado gruesa,  economizaba tanto los vocablos como el aire.
 -Es mía -le espetó a  Bertram, alzando los labios inferiores, adoptando la imagen de un  Bulldog. Sus cejas dibujaban una línea descendente, y su frente era un  pentagrama de arrugas. El enfado que vivía era mayúsculo. La disputa era  por una bandeja, la que estaba más cercana a Rextor. El marmitón se  hizo con ella. Ya tenía su juguete y no iba a compartirlo, no al meno  con un extraño, que además  había encerrado en un calabozo a su hermano.
 -Pero hay dos bogavantes.
 -El  otro es para el Capitán -esa afirmación pisó el acelerador del  nerviosismo del contramaestre, que se apresuró a matizar, mientras el  marinero chascaba con las manos el cuerpo del marisco. Una metralla  líquida de jugos internos salpicaron a las tres personas que tenía  delante. Cansado de Merril, Arbogas lo sentenció:
 -De pequeño estaba  flaco. No empezó a engordar hasta que descubrió que los dulces sabían  mejor si se les quitaba el envoltorio -la respuesta a esta humillación  no fue otra que escuchar un ruido semblante a alguien que hurga en el  barro,que era el que ocasionaba ese desganado mientras hacia desparecer  uno de los dos bogavantes.
 -¿Y dónde está él?
 -¿Quién? -respondió el griego escondiendo la mirada.
 -Sí.  ¿Por qué no da la cara? ¿Qué pretende de nosotros? -el hombre seguía de  espaldas evitando las preguntas que le inquietaban, y se alejó un paso  de Calcurnia, que había secundado a su compañero.
 -Está aquí...
 -Por  supuesto, él gobierna la nave -el contramaestre se había girado con  mirada firme, agarrándose a la butaca de la japonesa, empero sus manos  denotaban intranquilidad, pues sus dedos se amarraban al tapizado con  desespero, lo estaba arañando.
 -Digo que nos vigila. Seguramente  detrás de alguno de estos espejos o de esa vidriera -los guardianes que  custodiaban la entrada siguieron a Arbogas que con la frente levantada,  buscaba descubrir desde qué lugar eran observados. El detective  permaneció quieto. El silencio tomó la sala por primera vez durante la  cena. Sus ojos recorrieron cada palmo de ese comedor. Una cámara podía  estar escondida en diversos lugares. La habitación era espaciosa.  Arbogas avanzó un par de pasos, siempre con dos marineros expectantes a  su espalda. El anciano grumete yacía dormido en una silla, a su lado  estaba Rextor, que lo miraba asustado; a saber qué disparatada comedia  se estaba representando en su cabeza. Felton comía, pero con la boca  cerrada y con sigilo, que sólo rompió al acercar las cáscaras del  bogavante que se había zampado, al centro de la mesa.
 -Siéntese Arbogas. Quizás sea hora de que contesten a unas preguntas.
 -¿Y  los cafés? -dijo mientras se acomodaba y contemplaba con pesar los  restos mortales de ese codiciado marisco que sólo Felton había  saboreado.
 -La cena se da por terminada -comentó la voz de la  megafonía- Espero que haya sido de su agrado. Si no contestan  satisfactoriamente en el interrogatorio, puede que esto haya sido un  silicernio, pues su funeral podría venir a continuación -una patada se  clavó en la espinilla de Teodorakis, que no dudó en apuntar con un  revólver a su femenina causante. Las vidas de Calcurnia y Arbogas volvían a estar  en peligro.
 
 
 
 
 
 
 
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