Iniciado por nietze
Ay, Gerundio, cuando llegó la hora de la despedida mis humedecidos ojos buscaron desesperadamente una luz en el nocturno refulgor urbano. Pero ella, tomando mi rostro entre sus delicadas manos, me forzó a clavarlos de nuevo en los suyos. Aquella enamorante mirada vino acompañada de un ruego que me atravesó como una dulce espada: “No cambies, mi amor, no cambies nunca por mí. Prométemelo”
Y yo se lo prometí y no cambié. De modo que se marchó en el taxi con el último billete de 500 que me quedaba y yo tuve que volver a casa en Metro.