Hace años me contaron una historia con cierta retranca histórica. Olvidé los nombres, olvidé las fechas, pero no olvidé el mensaje....y eso es lo que importa. Ahí va la historia:

A oídos del Obispo llegaron los lamentos de la Reina, se quejaba desconsolada sobre las constantes infidelidades de su marido el Rey. Concubinas, damas de la corte y sivientas de toda clase habían pasado por su alcoba y aunque ella estaba aún de muy buen ver, había consentido esos devaneos amorosos por considerarlos esporádicos. La paciencia de la Reina se había agotado y pedía al Obispo que intermediara en su nombre, aplacando las bajas pasiones de su magestad.

Ni corto ni perezoso el Obispo comunicó al Rey su preocupación por tanta constante infidelidad y solicitó audiencia. El Rey, que a parte de ser un picha floja de tonto no tenía un pelo (no es esa característica consustancial del picha floja....) invitó al Obispo a unas jornadas de caza que deberían celebrarse en su residencia/palacete de verano. Después de una primera jornada del todo afortunada en las artes venatorias (decenas de perdices llenaban los zurrones de edecanes y porteadores), el Rey ordenó preparar una opulenta cena con la que agasajar a su invitado. Entre perdices y viandas regadas con los mejores caldos, aprovechó el Obispo para tocar el tema que le había llevado a solicitar tan inusual audiencia. El Rey asintió educado a las quejas del Obispo, sin saber exactamente qué justificación dar a tan disipado comportamiento. Ambos quedaron para reunirse en los desayunos, previos a la jornada matutina de caza. Pudo degustar el Obispo, nuevamente, las deliciosas perdices que tanto le habían agradado la noche anterior, teniendo a bien reconocer los esfuerzos del Rey por no tirar la cena sobrante. Durante la comida, nuevamente perdices como menú, que se repitieron durante la cena. El Obispo, para qué negarlo, empezaba a cansarse de tanta perdiz aunque su educación le impedía comentarle al Rey que, quizás haría bien en variar su dieta. Transcurridos tres días, con sus tres comidas diarias, y al serle servida por enésima vez, nuevamente, perdíz, el Obispo comentó al Rey:

- Magestad ¡siempre perdiz!
a lo que el Rey contestó
- Ilustrísima ¡siempre Reina!

Pues eso, ¿siempre reina?

saludos