Me gusta escribir cuentos. Historias sencillas, fantasiosas, delicadas, salvajes. Historias que me describen, que atrapan esa efervescencia inquieta que siempre me pierde, que traducen en caricias lo que mi alma pide ahora.

Y de vez en cuando me gusta deslizarlas sin ser vista en su maletín de trabajo, mezclarlas con las propuestas, informes y cartas varias. Eso no es muy elegante, lo sé, pero me encanta.

Y esperar. Sentir en la distancia su tensión. Saber exactamente en qué estará pensando a lo largo de todo el día. Recibir la llamada, su ansiedad, sus ganas contenidas, mi deseo.

Sé que cuando volvamos a encontrarnos seguirá exactamente el guión de mis deseos. Y también que llenará los vacios de ambigüedad con las mejores sorpresas, que habrá sabido encontrar entre líneas aquello que he callado. Mis silencios serán su fantasía, mis ojos la confirmación de sus aciertos.
Y una vez más, nos dormiremos apretados y desnudos, los dos perdidos en el mismo rincón de la cama, como si no hubiese más espacio en el mundo que su piel contra la mía.

Nunca antes había compartido con otros semejantes aventuras, y sigo aquí, agazapada en el hilo de mi cuento, porque con los demás todavía no me atrevo. Demasiado chico listo, y demasiadas juergas entre amigos. Da respeto, la verdad.