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En una época de mi juventud, cuando regrese de la “mili”, me dio por chupar candados.
Era una afición rara, lo se… A mi familia también se lo parecía. Todos viendo el grand prix de verano en la tele, con el quintillo y los pistachos mientras yo chupaba y chupaba candados.
Pero no me decían nada, ni recriminaban o reprochaban mi excéntrica pasión. A nadie molestaba, ni a mi mismo me perjudicaba. Todo lo contrario; esos fenomenales suplementos de hierro me tenían las plaquetas sanguíneas tan lustrosas, que el mismísimo Vlad “el empalador” hubiese bebido los vientos por ellas.
Pero eso no quita que se sintieran algo azorados ante mi exótico deleite, y con el paso del tiempo me encontré solo ante la tv, en esas veladas de los viernes.
El mismo gallo cantó cuando mis inquietudes maniacas derivaron hacia el menosprecio por la elección del menú de mis vecinos de mesa en los restaurants.
Frases como; -Que te aproveche esa bazofia, -Porque no has pedido mierda directamente? O –No puedes pedir una cosa normal, gilipollas?. Eran el pan nuestro cada vez que salía con amigos y/o familia a comer fuera de casa.
Naturalmente eso si que causaba cierta alteración y malestar en mi entorno. Malestar que me acababa afectando a mí. Sobretodo en forma de agravios a mi mismo y dolor físico de toda índole, fruto de la expresión física de gran enfado sobre mi persona, por parte de los vecinos de mesa injuriados.
También con el tiempo me encontré cenando solo.
El mismo gallo cantó.
Ayyyyy los candados!!! Yum yumm….
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