Nuestra muchacha no tenía de qué quejarse pero, para sus adentros, no sentía que fuera así. Por razones que ella misma no entendía muy bien, ya en la época de nuestra narración Beli no podía soportar el trabajo en la panadería o ser la “hija” de una de las “mujeres más respetadas de Baní”. No lo podía soportar, punto. Todo lo que tenía que ver con su vida actual le molestaba; quería de todo corazón, algo más. No tenía idea de cuándo había anidado en ella por primera vez ese descontento, pero más adelante le diría a su hija que había estado allí toda la vida, ¿y quién sabe si sería verdad? Tampoco tenía muy claro qué quería exactamente: una vida propia e increíble, sí; un marido guapo y rico, sí; hijos hermosos, sí; un cuerpo de mujer, sin duda. Aunque si me hubieran preguntado, hubiera dicho que lo que quería, más que cualquier otra cosa, era lo que había querido durante su Niñez Perdida: escapar. De qué era fácil de enumerar: de la panadería, de la escuela, del aburrimiento de Baní, de compartir la cama con su madre, de no poder comprar los vestidos que quería, de tener que esperar a cumplir quince años para alisarse el pelo, de las expectativas imposibles de La Inca, del hecho de que sus padres hubieran muerto cuando ella tenía solo un año de vida, de las murmuraciones de que había sido obra de Trujillo, del recuerdo de aquellos primeros años de vida en que había sido huérfana, de las cicatrices horribles de aquel tiempo, de su propia y despreciada piel negra. Pero no sabía decir adónde quería escapar. Me imagino que nada hubiera cambiado si hubiera sido una princesa que habitara un alto castillo o si la antigua mansión de sus padres –la gloriosa Casa Hatuey- hubiera sido rescatada milagrosamente del Efecto Omega Trujillo. Siempre hubiera querido escapar.


LA MARAVILLOSA VIDA BREVE DE ÓSCAR WAO de Junot Díaz